Tribuna

La religión del pueblo

Compartir

Un gran teólogo y catedrático alemán dijo, hace unos años en una Conferencia en Brasil, que la religiosidad popular es un precioso tesoro y el alma de la fe de América Latina[1]. La religión es un modo de comunicarse con Dios, así como lo es el lenguaje para comunicarnos entre las personas y cuando hablamos de pueblo, hacemos referencia a un conjunto de personas que comparten una cultura, un credo, sintiéndose igualados por eso. La religiosidad popular, distintiva de América Latina, es el modo como el pueblo de ese continente vive y celebra su fe en Dios.

Es un tesoro y es el alma porque es discipulado y es misión, es herencia y es legado. Nace de la fusión del folklore, de la raíz cultural, con la fe. Es así como las procesiones, las alabanzas, los cantos son una mezcla deliciosa entre lo que se vive, se celebra y se cree. Muchos de los ritos, son las expresiones de los pueblos originarios a la Madre Tierra, al Sol y a la creación toda como manifestación de una naturaleza generosa y pródiga. Esos tributos inculturan la religión y es así, como podemos apreciar las devociones a los santos y principalmente a la Virgen en sus múltiples advocaciones y fiestas.

El pueblo expresa su fe del modo como sabe, cantando, bailando conforme a la cultura que lo identifica. Así se explican las denominaciones Virgen Gaucha, Madre Guaraní, Virgen India entre otras, y canciones como ‘Cueca de María’ (Chile), ‘Chacarera de la Virgen’ (Argentina), ‘Un yaraví para la Madrecita’ (Ecuador), ‘Las mañanitas para la Guadalupana’ (México) y tantas más que el lector podrá recordar y conocer. Además de las múltiples peregrinaciones a los santuarios marianos.

Encuentro con Cristo

La religiosidad popular es una fuente de encuentro con Cristo, es anuncio del Kerigma y convoca a un encuentro personal y comunitario. Tiene una gran riqueza narrativa porque se conmemora la historia de la relación de Dios, de María, de los santos con su pueblo.  Eso da origen a fiestas situadas en fechas y lugares determinados, en donde no hace falta publicitarlas, la gente llega porque sabe que tiene que ir, porque su fe la convoca. Es una familia peregrina que confía espontáneamente en la Providencia de Dios padre y se presenta como es, con sus fragilidades y sus dones; familia que se acerca a sus pastores y a los sacramentos, que reza el Rosario a la Madre, que cuida al vulnerable. En sus corazones está el Evangelio sin haberlo estudiado en una armonía entre corazón y razón.

Como toda expresión, hay que cuidarla de falsas interpretaciones y usos como la magia, la imagen de un dios castigador, los ritos exagerados. Y también hay que cuidarla de aquellos que desde la excusa de la ortodoxia, la combaten, y otros refugiándose en ella, le temen. También hay que cuidarla de los legalistas a quienes no les parece litúrgico vivar a la Virgen, ofrecerle bailes o desfiles a caballo. Existen los iconoclastas, que no permiten que el pueblo fiel se acerque a tomar gracia de las imágenes, porque las arruinan o porque las divinizan. Un grupo para no descuidar y que también enferma y mata la religiosidad popular, son los que la consideran como algo inferior, sin sustento y sin importancia, un mero entretenimiento o un desbande.

A todos ellos les deseo que puedan contemplar la sabiduría evangelizadora cuando alguna de las tantas mujeres dice “yo no vengo a pedir nada, solo agradecer” o, un caminante después de varios kilómetros comenta “le prometí a la Virgen venir a visitarla porque curó a mi hija de cáncer”, también a algunos de los jóvenes bulliciosos que canta casi gritando que descubrió que “Cristo está vivo”, y quizás algún paisano, que baila alegremente como modo de expresar su ser de hijo de María. Ni hablar de las miradas profundas a su santo, a su virgen, dejando caer lágrimas que sólo ellos saben los motivos. Esas miradas que revelan profundos diálogos interiores.

Gracias a gracias a Dios, estos profetas “vigiladores de la fe” no son tantos, pero que los hay… ¡los hay! También estemos atentos nosotros para no caer en la letra, en el horario, en el rito que mata esta hermosa manifestación de Dios en su pueblo, que como siempre, anda escondiéndose entre los vulnerables para comunicarse y para comunicar. Aquel teólogo alemán fue el papa Benedicto XVI, quien sin haber vivido en esas tierras, comprendió lo que ese pueblo sin darse cuenta y sin ahuyentar al Espíritu Santo, fue construyendo en el tiempo. A pesar de las ocasiones en que no se aprecia a la religión del pueblo, sigue avanzando como avanzan en el tiempo las cosas queridas por Dios, ese Dios que elige a los más sencillos para manifestarse.[2]

 

[1] Benedicto XVI, discurso Inaugural de la Conferencia Episcopal de Aparecida, Brasil 2007.
[2] Cf. Mateo 11,25.