Tribuna

La Purísima

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Acabamos de celebrar la fiesta de la Inmaculada. Aunque creamos que todo sigue igual, para la mayoría de personas con menos de 50 años no significa nada o al menos no se asocia con ningún sentido especial, más allá de ser “otro nombre” dado a María en la tradición católica.



Y no hablo de jóvenes o adolescentes que han crecido sin tradición religiosa. Los alumnos de un colegio público que han elegido la asignatura de religión (ellos o sus padres, da igual para esta cuestión), no lograban saber quién era José o María en el Nacimiento o por qué eran personajes distintos del ‘caganer’, los pastores o la panadera. Un joven de 23 años me preguntó el otro día con toda normalidad qué era una Eucaristía, al verlo escrito en un folleto informativo. Son ejemplos reales de personas más o menos presentes en ámbitos relacionados con la fe católica. Imaginemos en otros más claramente alejados.

La teología que me enseñaron descubre en la fiesta de la Inmaculada Concepción un misterio. Es decir, algo que no sabemos explicar. Lo intuimos. Lo recibimos. Pero no alcanzamos a dar un razonamiento claro. Como nos ocurre al creer en un Dios Trinidad o en que el Dios de los cristianos se encarna (¿dónde nos queda la “carne” como concepto teológico a los cristianos para poder entender de qué hablamos con la Encarnación?). Pues bien, en María Inmaculada –dice la fe de la Iglesia– se realiza lo que podría darse en cualquiera de nosotros si no tuviéramos pecado (¡otra palabra a explicar!). Seríamos hombres y mujeres que a pesar de sentir dentro de nosotros el miedo, la rabia, la pereza o el odio, terminaríamos actuando libremente, amando mucho y bien, sin creernos mejores que los demás, con capacidad decidida de ser felices y posibilitar que los demás lo sean. Dentro de la simpleza, no encuentro otro modo más simple de decir qué es “sin pecado”: vivir siempre desde y para el amor, en el sentido más hondo, bello y exigente de la palabra.

Pues bien, a una mujer así se la llama en algunos lugares “la Purísima”. Tiene sentido si asociamos que no hay nada más puro que el amor, la buena voluntad, el deseo de bien. Donde no hay pecado, es algo purísimo. Limpio. Transparente. Recordemos que es un misterio, una verdad de fe que intuimos y celebramos y un horizonte que “tira” de nosotros. Pero mientras tanto, aquí y ahora, como dice el dicho, “puros, puros… los habanos; pías, pías… las gallinas; fieles, fieles… los difuntos”. Y no pasa nada. Saber que somos así no tiene por qué ser una excusa para no crecer y para acomodarnos en las miserias de cada uno.

Ideologías

El lío viene cuando mezclamos esta pureza “sin-pecado” con la sexualidad (y para colmo con la virginidad de María). Y con el pasar del tiempo ser puro queda reducido a una estrecha ideología sexual que a menudo, a mi modo de ver, está más ligada con instintos mal gestionados y con ingenuidades reprimidas. María, la de Jesús, la Inmaculada, no tiene nada que ver con esto ni anima a nada de esto.

Me da pena porque además de destrozar para muchas personas una visión evangélica y gozosa de la sexualidad (ya sea por exceso o por defecto), nos perdemos el foco esencial: una mujer sin pecado da vida, ama y pisa la cabeza de la serpiente, el símbolo del mal en cualquiera de sus formas. Por eso es también simiente de esperanza. De no ser así, estaríamos diciendo, de hecho, que el Dios de Jesús, el de Nazaret, solo podría nacer y tomar carne en una humanidad “perfecta”, in-humana: sin tentaciones, sin sombras, sin dudas, sin riesgos, sin el acecho del mal. Y no es así.

En estos días se han sucedido algunas noticias que no he podido evitar unirlas con la Inmaculada, con la Purísima. Y que también han sido el empujón para escribir esta Tribuna:

  • A pesar de la diversidad de sensibilidades religiosas con las que me encuentro en redes, apenas he visto nada que haga referencia a la Purísima como esta mujer realista y fuerte que pisa descalza la cabeza del mal. Me apena y preocupa que ya sea por edulcorar a María, ya sea por elevarla en exceso o simplemente por obviar los “misterios” que no sabemos explicar, lo perdamos de vista. El silencio de los buenos sigue sin tener cabida en el “sin pecado”. No callar y afrontar el mal forma parte de la elección decidida por el bien y al amor.
  • Dos nuevos escándalos eclesiales de abuso han salido a la luz: Rupnik y el Valle de Los Caídos. Casos distintos, sin duda. En la comunidad benedictina se acusa a varios monjes de abusos sexuales a niños menores hace años, repetidamente. Son periodistas quienes siguen sacando nuevos casos a la luz y, como ha advertido repetidas veces Cristina Inogés, el silencio y secretismo de la Iglesia, este modo de gestionar tanto mal, nos va a llevar por delante. La única respuesta del monasterio que he visto dice que se acogen a la Providencia en este asunto.

En el caso del artista y sacerdote Rupnik, los abusos han sido sexuales, de conciencia y de poder a distintas mujeres. Por cierto, eran adultas y religiosas. Eso parece bastar para restar importancia a un delito que, por desgracia, ya ha prescrito jurídicamente (ambas aclaraciones se han repetido estos días en boca de algunos representantes Jesuitas). Como si entre dos adultos no hubiera espacio para el mal y la degradación. Justo en eso consiste el abuso y no solo el sexual.

Se me hace doloroso y muy incomprensible celebrar la Inmaculada con estas noticias de fondo. Es la antítesis. María no deja de pisar la cabeza de la serpiente porque haga más o menos años del mal realizado. Bíblicamente contiene con su pie al reptil porque sabe que hace mal y porque llevar dentro la vida de Dios en incompatible con no hacer nada.

  • En el cuartel militar del Bruc se sorteaba estos días una prostituta para celebrar… la Purísima. El contrasentido ya no puede ser mayor. El dolor y la rabia tampoco. En todo caso me parecería zafio y asqueroso. Puro tráfico de seres humanos. Pero si se hace invocando a la Inmaculada, intuyo que ni se respeta a la mujer ni se respeta a Dios. Hay diversos artículos de historiadores (magníficos, por cierto) explicando por qué en el siglo XIX y principios del XX interesaba realzar tanto la figura de María: los movimientos de liberación femeninos y el acceso de las mujeres a muchos ámbitos que hasta entonces tenían vetados suponía una incómoda amenaza para la Iglesia y el lugar de la mujer en ella. Una solución que, al parecer, salió bien, fue ensalzar lo femenino en María hasta el punto de sacarla de la realidad y contentarla con ese alto estado. Toda una trampa: solo así se entiende que se pueda celebrar la Inmaculada y tratar a una mujer como una mercancía sorteable.

Y por adelantarme a quienes ahora dicen que esto del feminismo es una lacra y que lo importante es la igualdad de todos y que no hay que hacer distinciones, aclaro que si el sorteo hubiera sido en una asociación de lavanderas para festejar la Inmaculada repartiéndose a un hombre, me hubiera generado exactamente los mismos sentimientos. Es más: aunque mañana conociéramos que algo así ha ocurrido, seguiría sin olvidar que, por desgracia, el abuso y el mal trato de la mujer sigue siendo desproporcionadamente mayor que en los varones. Y solo por eso, merece ser pisado con el pie descalzado, como se nos dibuja a la Inmaculada.

  • Podría añadir la reducción de penas que diversos violadores confesos y maltratadores están teniendo a raíz de una Ley que queriendo ser más feminista que nadie, parece estar cosechando serios problemas. Quizá porque cuando hacemos cosas pensando más en nuestro propio ego o en quedar por encima del contrario que en el bien de aquellos para los que trabajamos, acaba siendo un desastre. Especialmente, como siempre, para los más débiles, los más vulnerables.

Termino: soy creyente. Soy mujer. Soy católica como uno de los modos de creer en Jesús. Y celebro la Inmaculada. La Purísima. Me fío de Ella, la verdad. En Ella percibo la delicadeza y la sensibilidad de una mujer ligada a la fortaleza y resolución de quien no miró para otro lado y eligió seguir adelante con casi todo en contra. En Ella intuyo algo que necesitamos mucho en nuestra sociedad: amar y luchar contra el mal. Mirar a cada persona con dignidad plena (in-maculada), dejarnos doler por el dolor de otro (sea menor, sea adulto, sean religiosas, sean prostitutas, sean militares…). Se trata de gestar vida que da esperanza y no andar poniendo trabas ni añadiendo violencia. Escucho conversaciones quejándose de lo que ocurre a nuestro alrededor y a menudo son diálogos repletos de insultos y vejaciones. Pero a la hora de la verdad, no hay propuestas, no hay denuncias, no hay decisiones claras… y todo lo dejamos pasar.

Necesitamos aprender a pisar la cabeza de la serpiente, del mal, que se nos cuela de mil formas distintas cada día. En la Iglesia, en la política, en las calles, en casa, en todo. Pero hacerlo como lo haría una mujer embarazada, una madre, una persona sin-pecado, llena de Dios. De lo contrario, acabaremos devorándonos unos a otros y todos perderemos (Gal 5,15). También los que hoy creemos poder mantenernos al margen.