Tribuna

La alegría de no tener la verdad

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Es normal que al ser humano le entusiasme sentir que tiene la “verdad total”. Pero lo normal, que es lo mismo que decir corriente o común, no quiere decir necesariamente bueno. Hay muchas experiencias comunes que de “buenas” no tienen nada. La idea que quiero plantear es que mejor que decir “tengo la verdad” es reconocer, con humildad, que “la verdad me tiene”. Yo no tengo la verdad, como no “tengo” la vida. San Pablo declaró “no vivo yo, Cristo vive en mí”.



Cristo dijo “yo soy el camino, la verdad y la vida”

En la rutina de los grupos de tipo religioso, sean parroquias, grupos pastorales o hasta ministerios, es común la creencia de que seguir las enseñanzas de la Iglesia es lo mismo que tener la verdad. En esa experiencia, los grupos religiosos se van aislando y corren el riesgo de convertirse en reuniones de arrogantes que miran con pena o menosprecio a los demás y se dedican a darle vueltas a las liturgias, los ritos, las doctrinas y las costumbres; somos los “buenos” que vamos al templo y los demás son los “malos” y constantemente los juzgamos. Quienes así piensan pueden afirmar mi religión es mejor que la tuya y lo sé porque es la mía. Quienes así piensan, creen tener la verdad total; ser dueños de la verdad.

Por supuesto, si me miro al espejo, veré reproducida mi imagen y en torno a ella, las circunstancias. Así es fácil creerme la gran cosa, el sábelo todo y en control de todo.

Pero el espejo en el que me parece que conviene mirarse es en el espejo del rostro de los otros. Es así, mirándome en los ojos del otro y contemplando la circunstancia en la que al otro le ha tocado vivir, como voy a poder hacer de verdad vida de comunidad, como voy a poder comprender mejor por dónde estoy caminando, y por dónde me conviene caminar reconociendo la grandeza que tiene el prójimo.

Se nos ha dado un mandamiento, amar al prójimo como a mí mismo. Pero, ¿quién es el prójimo? Pues nos cuenta el mismo Evangelio que Cristo relató el caso de un judío apaleado por forajidos y que al estar tirado malherido y sucio en la cuneta, fue despreciado por los religiosos que le pasaron por el lado y que estaban muy ocupados vanagloriándose de que tenían toda la verdad. Sin embargo, un samaritano lo recogió, lo cuidó y lo protegió. El Señor nos enseñó que ese fue el verdadero prójimo, el que llegó a socorrer al desvalido, ese se hizo prójimo.

Protesta de estudiantes sudafricanos en Ciudad del Cabo

Por eso, como dijo un teólogo, podemos decir que prójimo no es sencillamente tener alguien al lado, es amar a ese alguien. Así, el particular Card. Carlo M. Martini señaló: “Prójimo no es algo que ya existe, es algo que uno se hace.  […].  Prójimo me hago yo cuando decido dar un paso, que me acerque…”.  Y así, como también decía Mario Benedetti, que “nadie se queda afuera y todo el mundo es alguien”.

En nuestra vida social tenemos muchas “comunidades falsas” de gente que pasa por la vida mirándose al espejo y viendo que son los más elegantes, los más correctos, los mejores. Eso convierte la palabra “comunidad” en la reunión de los que están de acuerdo, sea por doctrina religiosa, ideología política o forma de vida y de costumbres. Sin embargo, eso no es comunidad. Un pueblo comparte el suelo, el origen y el porvenir. En nuestras comunidades hay gente que va a la misma iglesia que nosotros, o van a otras iglesias, o a ninguna. Hay gente que se comporta como yo, o de manera distinta. Cada cual tiene sus propias creencias y sus lealtades.

Si vemos las cartas de San Pablo, podemos comenzar por notar que las dirigía a las gentes de lugares concretos, comunidades concretas. Escribió cartas a los corintios, a los tesalonicenses, a los romanos, y así por el estilo. No miremos la Iglesia como el lugar donde nos refugiamos del mundo creyéndonos que tenemos la verdad. Superemos, como dice nuestro papa Francisco, el estilo de una Iglesia autoreferencial. Veamos la Iglesia como nuestro punto de partida y de recuperar fuerzas para lanzarnos al mundo, a buscar el prójimo, a buscar los ojos de los que sufren, de los desvalidos, de los necesitados para alcanzar la plenitud de vida.

Sintamos la alegría de saber que no tenemos la verdad, que es la verdad de Cristo la que nos tiene.