Tribuna

Juan de Dios se fue en silencio

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Juan nunca se atrevía a pronunciar su nombre completo, Juan de Dios. Ni se sentía a gusto cuando lo escuchaba en boca ajena. Aunque por fe estaba seguro de estar en las manos de Dios, su humildad no le permitía publicarlo a los cuatro vientos. Hoy sí, hoy ya podemos llamarle Juan de Dios. En las manos de Dios le dejamos, en las manos de Dios.



Él nos ha dejado en silencio. Se ha ido en silencio. Como a él le gustaba llegar, estar y marcharse. Seguro que así lo deseaba: salir en silencio, sin convocar la atención, sin distraer a nadie en su camino. El silencio es la palabra más ensordecedora de los místicos. Y Juan lo era, lo fue siempre. No hablaba de mística porque era un erudito –que también lo era–. Hablaba de mística porque le salía “del alma en el más profundo centro”.

De Juan era impresionante su forma tan peculiar de ser creyente: en su fe se juntaba la experiencia mística más profunda y el conocimiento y el diálogo más empático con la cultura secular, el amor a la iglesia y la denuncia de sus huecos de Evangelio, el amor al mundo y la denuncia de la mundanidad vacía de sentido. ¡Qué destreza para juntar al orante y al militante! Y no lo tenía ensayado; le brotaba como una fuente que libera agua a borbotones. Testimonios de fe como ese han permitido a muchas personas seguir creyendo, y a otras nos ha obligado a revisar su fe.

De Juan era impresionante su humanidad. Una humanidad sobria, austera, serena, cercana, respetuosa… No era fácil saber qué había en él de humildad y qué había en él de timidez. Siempre se acercaba como pidiendo perdón, o se mantenía a distancia ejercitando el respeto. Su humanidad lo abarcaba casi todo. Sin falsos misticismos, sin poses ensayadas, sin hacerse sentir, sin ocupar espacios, dejando siempre ese lugar que el otro necesita y al que el otro tiene derecho. Eso es ser humano, profundamente humano. Esta fue la vivencia de la encarnación en la historia personal de Juan. Juan iba por todas partes despojándose de su rango y poniéndose al servicio de cualquiera.

Su sentido de Iglesia

De Juan era impresionante su sentido de Iglesia. Amó mucho a la Iglesia porque le tocó sufrir mucho en la Iglesia. Esto solo podemos decirlo ahora, cuando él ya no nos oye ni puede replicar. Sí, Juan mostró su amor a la Iglesia precisamente sufriendo en la Iglesia y por la Iglesia. Para él decir Iglesia era decir esta comunidad de Vallecas, aquella comunidad de los rurales de Palencia, la familia del Instituto Superior de Pastoral… Se ha ido sin medallas, como él quería, porque Juan tenía muy asimilado lo más substancial del Evangelio. Como san Francisco decía de sí mismo, de Juan también se puede decir: “Se sabía de memoria a Jesucristo”. Porque una cosa es saber de memoria la cristología y otra muy distinta es saberse de memoria la persona de Jesucristo, el misterio inmenso de Jesucristo.

De Juan era impresionante su sabiduría. El decía que no tenía dotes pedagógicas, que debía ser muy aburrido escucharle. Incluso en algunas de sus conferencias daba permiso a los oyentes para que durmieran silenciosamente. Pero él sabía de sobra por las expresiones del rostro de los oyentes que en cada uno de sus silencios se estaba fraguando una nueva afirmación llena de sabiduría. Juan hablaba pensando en alto. Mientras hablaba luchaba con su propio pensamiento. Luchaba para ir más al fondo de las cosas, de las personas, del misterio de Dios. Y, a la vez, luchaba por establecer diálogo respetuoso con cualquiera que buscar la verdad. Su sabiduría siempre venía envuelta de una enorme humildad y de una valiente honestidad. Detrás de sí ha dejado un reguero de sabiduría en el que seguiremos bebiendo todos los que buscamos la verdad.

De Juan era impresionante todo. De Juan era impresionante una esperanza que ya habrá visto cumplida en los brazos de Dios. ¿Qué nos podría decir ahora Juan sobre el Santo, el Otro, el Misterio, ahora que lo ha contemplado cara a cara? Gracias, Juan, por tu vida.