Tribuna

Islamo-izquierdismo, el verdadero debate

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A veces, el debate público se regodea en los conceptos que se han formado en los platós de televisión. Como el “islamo-izquierdismo”, que nadie sabe realmente lo que significa. Además, la mayoría de los que les echan en cara esta palabra no tienen ni idea de lo que es una religión y menos aún de lo que es el islam. Esta polémica, que envenena nuestros medios de comunicación, no merecería nuestra atención si no fuera indicativa de la dificultad que tiene nuestra sociedad para afrontar los retos del pluralismo en el siglo XXI.



Marx contra Weber

El islamo-izquierdismo, un término que apareció en una revista trotskista inglesa a principios de los años 90, se refiere a aquellos intelectuales de izquierdas que veían a los musulmanes como los nuevos “condenados de la tierra” y se convirtieron en una especie de “idiota útil” para el islamismo radical. Es cierto que en la época de la Revolución iraní había izquierdistas que aplaudían a Jomeini y se negaban a ver lo que había de retrógrado en la concepción religiosa del ayatolá. También es cierto que durante mucho tiempo el análisis del islamismo se hizo en términos de lucha de clases: la deriva islamista se explicaba por las condiciones de vida de los barrios periféricos.

Básicamente, era el mismo debate que había agitado las ciencias humanas en el siglo XIX entre Marx y Weber. Para Marx, la religión solo podía explicarse por el estado de pobreza e ignorancia de las clases proletarias. Para Weber, la religión es en sí misma un sistema de pensamiento lo suficientemente fuerte como para configurar al individuo, que le lleva a transformar el mundo. De hecho, la intelectualidad de izquierdas, muy pobre en cultura religiosa, ha subestimado durante mucho tiempo el poder movilizador de la religión, como ha demostrado claramente Jean Birnbaum en ‘Un silence religieux’.

Conceptos como la “racialización” o la “blanquedad”

Las cosas se complican con la aparición, en los últimos años, de una nueva generación de jóvenes investigadores obsesionados con la cuestión de la identidad y que aplican esta retícula a sus análisis con un sesgo victimista: el mundo se explica por el género, la raza, la sexualidad o la religión (el islam), conceptos que permiten denunciar a “las víctimas del sistema dominante”.

Nociones vagas como “racialización” o “blanquedad” funcionan como un pensamiento prefabricado, sin siquiera cuestionar su validez. Que el análisis de género, el colonialismo y la religión enriquecen la visión haciéndola más compleja y menos eurocéntrica es obvio y no pone en peligro la República. La idea de que estas identidades, promovidas por los investigadores militantes, son suficientes para explicar el funcionamiento de nuestra sociedad es obviamente un callejón sin salida académico.

Conciliar pluralismo y universalismo no es algo evidente

El debate actual, si bien se refiere a la libertad académica, también y sobre todo se refiere a la cuestión de la convivencia y a nuestra capacidad de aceptar nuestra diversidad. Puede no gustar a los defensores de un laicismo rígido, pero el universalismo abarca varias definiciones. Pero digan lo que digan los defensores de los estudios de género, los interseccionalistas o los colonialistas, la sociedad no puede transformarse en una yuxtaposición de diferencias.

En un mundo en el que la China confuciana se está convirtiendo en la primera potencia, en el que África será el continente más poblado, no podemos conformarnos con el universalismo emancipador de la Ilustración, aunque conserve todo su valor. Las narrativas conflictivas son inevitables y hay que afrontarlas. Conciliar pluralismo y universalismo no es algo evidente.

Ricoeur habló de un “pluralismo ordenado”, señalando que nuestro continente europeo había demostrado su capacidad de integrar, no sin violencia a veces, diferentes tradiciones, a saber: bíblica, griega, de la Ilustración… ¿Cómo seguir construyendo un discurso común, más allá de la diversidad de nuestras identidades plurales? Esa es la única pregunta válida en este debate truncado.

Texto original de La Croix