Tribuna

Hospitalidad eucarística

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La Santa Eucaristía es la flor entre todas las flores. Solo aquí he sentido, siendo lo más bajo de toda la Creación, la dulce brisa de la cima de todo lo creado. Aquí brilla con más esplendor el sol sobre todo el jardín. Cuando voy hacia ella, en silencio, entre los brazos de una tensión tan sutil, tan amable, todo lo querido comienza a derramarse en mi mente y en mi corazón.



Todo lo acariciable se fusiona en un como fuego que no quema, esa llama de amor viva que cantó San Juan de la Cruz. Misterio de Amor que solo parece imposible a aquel que no cree que Jesucristo es Dios, Creador y Señor omnipotente del universo.

Eucaristía es, efectivamente, comunión; y la comunión tiene una doble raíz en el corazón de la historia de la fe. Por un lado, indica principalmente la comunión en el banquete eucarístico como se sostiene en Oriente; por otro lado, en Occidente, sobre todo con San Agustín, el significado mismo de Iglesia. La Eucaristía, así lo recoge el Catecismo, es el compendio y la suma de nuestra fe: “Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar”.

Hospitalidad eucarística

Recientemente, el padre Reinhard Molitor, canónigo de la catedral de Osnabrück, en una entrevista junto con el pastor luterano Günter Baum, afirmó que dar acceso a la eucaristía católica a los protestantes es “una gran apertura de puertas y un paso importante que permite que las iglesias sigan creciendo juntas”.

Hay una afirmación realizada por el pastor Baum que llama poderosamente la atención: “La comunión en la palabra estaba allí, pero la comunión en el pan no. Ahora es diferente. Ya no tenemos que entrar sigilosamente, sino que estamos oficialmente invitados, sin dejar nuestro entendimiento evangélico de la Cena en la puerta”.

Puede cualquier persona advertir que esto viene ocurriendo desde hace tiempo. Además también queda claro que se hace referencia a la Eucaristía como una especie de banquete especial al cual se acerca cualquier preñado de buenas intenciones y actitud hospitalaria, es decir, la Eucaristía para que fuera “algo” que puedo compartir y no “alguien” que transforma ese momento en fuente y culmen de toda la vida cristiana.

Se pregunta el padre Santiago Martín si, bajo la pretensión de la hospitalidad, puedo compartir a mi esposa con los hombres que visitan mi hogar. La sola pregunta ofende, pero nos ubica el tenor de lo que han querido señalarse eufemísticamente como hospitalidad eucarística. No soy teólogo y soy el peor de todos los cristianos, pero algo interior, indescifrable para mí, me dice que esto es una grotesca desviación del ecumenismo.

¿Y los que murieron defendiendo la Eucaristía?

Recuerdo en este momento, por ejemplo, a San Tarsicio. Bajo las persecuciones del emperador Valeriano, los cristianos debían congregarse secretamente para celebrar la Misa. Se volvió un tiempo muy peligroso el llevar la Comunión a los presos cristianos que, como es de imaginar, abundaban. Un día, lleno de la fuerza vital que solo proviene del Espíritu Santo, el niño Tarsicio, monaguillo, se puso de pie y dijo: “¡Envíame! Mi juventud será el mejor escudo para la Eucaristía”. Así, luego de participar en una Santa Misa en las Catacumbas de San Calixto, fue encargado por el obispo para llevar la Sagrada Eucaristía a los cristianos que estaban en la cárcel, prisioneros por proclamar su fe en Jesucristo.

El joven acólito seguro recordó las palabras que le dijeron antes de partir, mientras era asesinado por unos asaltantes callejeros: “Tarsicio, recuerda que un tesoro celestial ha sido confiado a tus débiles manos. Evita las calles llenas de gente y no olvides que las cosas santas nunca deben arrojarse a los perros”. Jesucristo ya lo advirtió en su momento: “No desperdicien lo que es santo en gente que no es santa. ¡No arrojen sus perlas a los cerdos! Pisotearán las perlas y luego se darán vuelta y los atacarán” (Mt 7,6). Sin embargo, me pregunto, ¿qué debo pensar de aquel que, sabiendo quién es la Eucaristía, la rebaja a algo que se comparte sin ningún rigor, ni rubor, ni temor? ¿Qué nos está ocurriendo que hemos abierto nuestro corazón a sombras y oscuridades tan funestas? Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela