Tribuna

Historia de una Iglesia plural

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La afinidad electiva supone una relación entre iguales. Por esta razón, solo hemos sabido de las grandes historias de amistades y de enemistades entre hombres. Y, sin embargo, con mucha más frecuencia, las afinidades electivas han unido los destinos de hombres y mujeres en la Iglesia. Han sido propiciadas por una misma sensibilidad, una misma herencia de conocimientos, una misma condición social y una idéntica pasión eclesial.



En el mundo antiguo, la amistad entre hombres y mujeres era impensable. El punto de inflexión cristiano, la pertenencia común a Cristo y el mismo compromiso con su cuerpo que es la Iglesia, rompen este tabú para que la amistad y la afinidad que superen el prejuicio ligado a la disparidad, culturalmente insuperable, que determina la diferencia sexual.

En la historia de la Iglesia transitan parejas formadas por hombres y mujeres que comparten la misma fe, el mismo celo y la misma elección de vida. A veces, el liderazgo pertenece a las mujeres; a veces mantienen de cara al compañero “espiritual” una actitud consonante al sentir común dejando patente la “inferioridad” del otro.

En ocasiones, lo común es que en la relación se produzca una subversión de esta jerarquía debido normalmente a que uno de los dos es varón, marido, presbítero u obispo, alguien “naturalmente” adjunto al ejercicio de la “autoridad”. Pero son muchos de estos hombres los que dan su lugar a las mujeres, mujeres que además han tenido enorme influencia en ellos. Así, estos hombres rompen con los prejuicios y experimentan un seguimiento de Cristo más fuerte y radical.

Amistades de parejas

Lo que llamamos “parejas ascéticas”, –el vínculo familiar facilita la relación entre los sexos–, están formadas por madre e hijo, hermana y hermano, esposa y esposo, incluso suegra y yerno (como la curiosa relación entre Sulpicio Severo y Básula, madre de su esposa que murió prematuramente).

Y, a veces, la relación matrimonial evoluciona hacia la continencia, apoyando la idea de que la castidad por el Reino vale mucho más que la experiencia nupcial. Pero también encontramos amistades completamente desvinculadas de la unión familiar y que están enraizadas en una vocación común y un servicio eclesial.

Es un elenco que se ha ido nutriendo desde la edad apostólica y martirial. Lo que demuestra que las mujeres siempre han estado presentes en la Iglesia y han sabido dar su lugar al parentesco de sangre, así como tejer otras nuevas relaciones en la perspectiva de una amistad más allá de los prejuicios, más allá de la desigualdad y más allá de la minoría que han constituido.

Ya la Passio Perpetuae et Felicitatis muestra al catequista Saturo junto a la primera, y los apócrifos Acta Pauli et Teclae colocan junto al Apóstol a esta extraordinaria figura femenina que hace propios su estilo y su misión. Más adelante, cenáculos familiares elitistas muestran cómo estar ligados por lazos de sangre se convierte en pretexto para un vínculo diferente e intenso, que genera fe e introduce la audacia de la experiencia mística, como sucedió con Mónica y su hijo Agustín. En Oriente, Macrina, además de hermana, se torna compañera en la elección de vida y se dedica a los hermanos Basilio y Gregorio.

Uniones históricas

Parejas como las de Melania “la joven” y Piniano y Terasia y Paulino de Nola vivieron una relación transformada en clave ascética debido a sus dificultades para procrear. El ímpetu fundacional de Melania o el de Paulino serían impensables sin la presencia activa y cómplice de quienes compartieron sus vidas.

El mismo compromiso, que encaminado a la inteligencia de la Escritura también en sus aspectos técnico-hermenéuticos, une a Jerónimo y a Paula quien lo sigue a Tierra Santa y le ayuda con sus transcripciones y revisiones, quizá, incluso de la Vulgata.

Parejas como Crisóstomo y Olimpia están marcadas por el compromiso ministerial. Les une el servicio a la Iglesia de Constantinopla. Los dramáticos hechos de sus vidas los marcan y constituyen la piedra angular de las cartas que se dirigen.

Y más tarde en el tiempo encontramos otras parejas fraternales como Benito y Escolástica. Otras son electivas como Radegonda y Venanzio Fortunato. En el segundo milenio tenemos a Francisco y Clara; Catalina de Siena y Raimundo de Capua; Francisco de Sales y Juana de Chantal, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, y gigantes de la caridad como Luisa de Marillac y Vicente de Paúl.

En el siglo pasado, encontramos una idealidad concreta compartida en Adrienne von Speyr y Hans Urs von Balthasar; en Romana Guarnieri y Giuseppe De Luca; en Raïssa Oumançoff y Jacques Maritain; en Armida Barelli y Agostino Gemelli …

A menudo, la relación amistosa evoluciona hacia un amor mutuo y apasionado, respetando la elección de la vida. Otras, por el contrario, es la relación conyugal la que evoluciona hacia la amistad, dándole un nuevo valor al que no le falta ni la complicidad ni el cariño mutuos. El caso más claro del amor como confesión extrema que sella la relación lo tenemos en el Epitafio que escribió Jerónimo a la muerte de Paula donde se define a sí mismo como “un anciano decadente que ama”.

Mujeres que cuentan

Un sentimiento similar lo encontramos en Francisco de Sales que pone fin a los escrúpulos de su interlocutora diciéndole que no se pregunte cuál es el verdadero nombre de su relación porque lo que importa es que viene de Dios y con eso basta. Una experiencia similar une a Romana Guarnieri y Giuseppe De Luca.

En la historia de la comunidad eclesial, las mujeres que mencionamos cuentan y son realmente muchas. Son fundadoras de experiencias de vida innovadoras (Macrina, Escolástica, Clara, Juana de Chantal). Son compañeras en el ejercicio de un ministerio (Paula, Olimpia, Adrienne von Speyr, Armida Barelli). Son místicas que interpelan (Catalina de Siena). Son interlocutoras en la producción intelectual, también vista como un ministerio o una fuerte contribución para repensar y redefinir la fe (Vittoria Colonna, Romana Guarnieri, Raïssa Maritain).

La historia también nos deja mujeres derrotadas. Para ellas, el amor que luego se convierte en un diálogo amistoso tiene el sabor amargo de una relación mutilada. El caso más evidente es el de Eloísa y Abelardo. Pero sabemos cuánto se eleva Eloísa sobre su maestro/ amante/esposo frágil y herido, hasta el punto de que durante mucho tiempo se le negó la autoría de sus escritos por ser, ¡demasiado cultos como para ser atribuidos a una mujer!

Sin rastro de escritos

Sí, porque sobre la escritura hay un matiz agridulce. Desde el primer milenio, no hay escritos de mujeres que den fe de estos lazos de amistad. Paulino siempre pone en el comienzo de sus cartas Therasia et Paulinus peccatores, pero realmente no sabemos si las escribió junto con su esposa / hermana.

No tenemos nada de las mujeres del Aventino; ni nos ha llegado ninguna carta de Paula ni de las demás interlocutoras de Jerónimo. Y solo tenemos las cartas de Crisóstomo, no las de Olimpia… Aunque el tono de las que hemos recibido habla de la estatura de las destinatarias. El testimonio escrito está presente y aumenta en el segundo milenio.

Mientras que Juana de Chantal destruyó las cartas que dirigió al confesor / padre / amigo –que al final se dice hijo–, de Clara, Catalina, Victoria Colonna, Romana Guarnieri, Raïssa Maritain, Armida Barelli, Adrienne von Speyr y de otras, tenemos cartas y escritos muy diferentes en estilo y contenido que dan fe de su calado intelectual y de su pasión por la Iglesia.

La afinidad electiva y la amistad testimonian así, con diferentes tonalidades, el compromiso incesante por una Iglesia en la que hombres y mujeres pueden trabajar codo con codo.

*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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