Tribuna

Etiopía, una nación que no acierta el camino

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Se me ocurre hacer un pequeño recorrido mental por la suerte que han corrido los lugares con los que he tenido que ver recientemente. Estuve un tiempo en Kamashi, entre los gumuz del sur del Nilo. Había habido serios conflictos entre los gumuz y los oromo; se pensaba que pasajeros. Pero hoy son mucho más graves y hace dos años que la carretera que une Kamashi con la vía asfaltada está cerrada al tráfico. Por la misma razón, en la misión de Amaro, en la Diócesis de Hawassa, los padres Pius y Severino llevan un año sin poder moverse de la misión.



En la de Shambo, los guerrilleros sacaron de noche al párroco, que era de su propia tribu, lo llevaron al bosque en pijama y le pidieron 200.000bBirr (4.000 euros); una cantidad inasequible para el párroco de una misión normal. La misión de Gublak, que yo mismo abrí hace diez años, ha sido usada durante un año como cuartel de los rebeldes. Cuando se fueron, dejaron solo las paredes.

No es un conflicto religioso

¿Persecución religiosa? Ni mucho menos. El elemento religioso no se ha hecho demasiado visible en el caos que sufre Etiopía. ¿Qué ha pasado entonces en esta nación a la que hace menos de diez años nos atrevíamos a contar entre los colosos emergentes, a la zaga de Brasil, Suráfrica o India, y que hoy anda medio sumergida en el caos? Intentaré explicarlo los más sucinta y objetivamente, aunque no estoy tan seguro de lograrlo. Inevitablemente, uno se identifica con la parte que más se acerque a cómo uno soñó que fuera esta nación.

Los hoy rebeldes de Tigray, el TPLF, fueron quienes, desde 1991 a 2018, gobernaron con puño de hierro la nación entera, aunque oficialmente lo hicieran bajo el paraguas de una coalición con los oromo, los amara y los pueblos del sur, el EPRDF. Durante esos años, la nación se puso decididamente en el camino del desarrollo económico, pero la corrupción institucionalizada y la opresión política se hicieron rampantes.

Abiy Ahmed, primer ministro

Ante las continuas protestas populares, el Parlamento eligió a Abiy Ahmed como nuevo primer ministro, pero el TPLF, lejos de aceptar el cambio, se retiró a su región norteña, donde habían acumulado armas y dinero, en espera de un día volver triunfantes a gobernar la nación.

Tarde o temprano, la guerra debía estallar, y estalló. Quien fuera el que lanzó la cerilla del incendio es objeto de mutuas acusaciones. No importa mucho, puesto que todos querían la guerra. Y la guerra fue terrible; sin ninguna ley, sin ningún respeto por algún derecho humano. Tras muchas muertes y destrucción por ambas partes, la guerra se paralizó con un equilibrio inestable en el que cada uno se quedó dentro de sus fronteras, sin guerra ni paz. Ambas partes saben que la única solución es el diálogo, pero ninguna tiene prisa ni ganas de hacerlo.

El misionero comboniano Juan González Núñez

Más allá del Tigray

Pero el conflicto del Tigray no es el único e, irónicamente, hasta afirmaría que tiene sus lados positivos respecto a los otros conflictos que laceran la nación, y es que las dos partes en litigio están bien definidas. Y, si un día deciden poner su firma sobre un acuerdo, se sabrá quién lo ha hecho y que aquello tiene valor. No así en los demás conflictos.

El que le sigue en gravedad es el relacionado con los oromo, tanto el interétnico como el intraétnico. Los oromo son la etnia más numerosa de Etiopía, en torno al 34% de la población total. Su territorio ocupa el centro del país, por lo que su hipotética independencia significaría la desmembración en tres bloques de lo que hoy entendemos por Etiopía. La capital, Adís Abeba, hoy distrito federal, era inicialmente territorio oromo y es como un enclave dentro de Oromya. Hasta finales del siglo XIX, los oromo formaban múltiples pequeños reinos independientes entre sí, hasta que el emperador Menelik II (1865-1914) los incorporó por la fuerza de las armas al Imperio etíope.

Irrelevancia política de los oromo

Sometidos a los amara o a los trigriños, que tradicionalmente llevaron las riendas de los sucesivos regímenes etíopes, los oromo nunca tuvieron mayor relevancia política, y no es que lo soportaran de buen grado. Cada vez más conscientes de su fuerza por ser la etnia más numerosa, se dejaron sentir ya en el tiempo de Mengistu, con un partido independentista, el Frente de Liberación Oromo (OLF en siglas inglesas), que contaba con un brazo armado, aunque no muy activo.

A la caída de Mengistu (1991), el nuevo Gobierno del TPLF promovió la formación de otro partido oromo que colaborase con ellos para dar al Ejecutivo una dimensión nacional. Se formó entonces el OPDO, que fue socio del TPLF hasta 2018, fecha en que, dentro del Parlamento, los socios lograron al marginar al TPLF y eligieron a Abiy Ahmed, presidente del OPDO, como primer ministro de la nación.

Lucha armada

No es que Abiy, por ser oromo, satisficiera sus reivindicaciones. Si bien los principales dirigentes del OLF hicieron la paz y formaron una oposición legal, otros más radicales se agruparon en el OLA (Ejército de Liberación Oromo), que optó decididamente por la lucha armada. Sus acciones terroristas se dirigen tanto contra el ejército federal como contra las otras etnias y contra los mismos oromo que no están de su parte.

Los jóvenes son obligados a enrolarse en sus filas, los mayores son secuestrados y obligados a pagar un rescate para liberarse y los empleados del Gobierno son asesinados como colaboracionistas, haciendo la vida invivible. Dinámicas parecidas existen en menor escala en otras etnias: entre los gumuz o en las regiones de Gamballa, Somali, Afar…

Extremo nacionalismo étnico

Las guerrillas de los distintos grupos étnicos están aliadas a su manera, dando a esta alianza una publicidad que quiere trasmitir un mensaje de fortaleza. El TPLF se alió con los rebeldes oromo, a los que persiguió con extrema saña cuando estaba en el poder. Habría otros cinco aliados más, algunos de los cuales existen solo en los comunicados propagandísticos. Si hay algo común entre ellos es el extremo nacionalismo étnico y el intento de desestabilizar al Gobierno.

Es frecuente oír (me lo han escrito varias personas) que a “ese señor Abiy” se le debería retirar el Premio Nobel de la Paz. No es fácil juzgar a un político, y menos cuando le toca ejercer la política en una situación marcada por innumerables borrascas. El problema es que a un Premio Nobel de la Paz nos lo imaginamos como a una dulce paloma con una rama de laurel en el pico. Y Abiy ha hecho la guerra. Por eso, y no solo por eso, su figura ha perdido brillo, tanto fuera como dentro.

De paloma a halcón

Se esperaba más de él tras unos comienzos tan fulgurantes. Dentro de la nación se le achacan muchas cosas: que fue con él con quien empezaron las grandes confrontaciones étnicas que crearon tres millones de desplazados; se dice que fue débil, que dio demasiada libertad. Es decir, se le achaca haber sido paloma. Cuando intentó ser halcón para luchar con halcones, las cosas se fueron de mano.

En un país donde el ejército, a todos los niveles, sufre las divisiones políticas y étnicas que padece la nación, no hay que esperar de él intervenciones controladas y asépticas. Hoy se le achaca al mandatario, sobre todo, la imparable subida de precios que pone a la gente con el agua al cuello. Obviamente, todos los males revierten en último término sobre el responsable final.

El hombre más popular

Sin embargo, se ve que la popularidad es energía renovable, pues, aun perdiéndola cada día, Abiy Ahmed es sin duda el hombre más popular de la nación. Primero porque tiene capacidad y carisma.; segundo, porque es el hombre que marca la única dirección por la cual debe ir la nación si no quiere caer en el caos y la desintegración. Si él no lo consigue, dudo de que ninguno de los que están hoy en el escenario político lo pueda conseguir.

¿Horizonte negro para esta nación trimilenaria? La paradoja es que, cuando uno llega a su capital, Adís Abeba, o viaja por zonas donde hay un poco de paz, Etiopía parece no haber perdido aquel empuje desarrollista de hace algunos años. Los rascacielos, cada vez más altos y fantasiosos, siguen surgiendo con la misma facilidad que las sombrillas surgen en la playa. Nuevas avenidas, nuevos parques… Y uno se dice: si un día viniera la paz, ¿qué no sería posible para esta nación con tanto potencial material y humano? Claro, la paz tiene un precio. Cuando tengamos la sabiduría suficiente para pagarlo, la tendremos.