Tribuna

Escuchar a las víctimas: la experiencia chilena

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Me gustaría contar mi experiencia presentando frases significativas que me regalaron mis compañeros de viaje.

“Desde que la conozco, solo está aprendiendo”

Estas son las palabras que me dirigió una víctima en tono de reproche cuando nos conocimos por un acuerdo suscrito entre él y una comunidad religiosa como parte de las sanciones aplicadas en su caso. Fue providencialmente en 2011 cuando me subí a su taxi al término de la segunda reunión del Consejo Nacional de Prevención del Abuso y Acompañamiento a las Víctimas de la Conferencia Episcopal de Chile (CECh). Cuatro años después, sus palabras resuenan en mi mente. Ese hombre me enseñó que tendré que seguir aprendiendo.



Mi experiencia como miembro del Consejo, y como su presidenta durante tres años (2018-2021), ha sido un camino personal unido al de tantas personas que, una vez superado el desconcierto inicial, se han movilizado, a partir de las instituciones de la Iglesia, para prevenir los abusos cometidos en Chile. Las víctimas y los medios de comunicación han marcado el camino al optar por romper el silencio y denunciar, para afrontar la realidad de los crímenes cometidos en el ámbito eclesial, también es necesario el compromiso institucional.

Agradezco la forma en que las víctimas han sabido expresar con palabras el horror que sufrieron y su delicadeza al narrar lo indecible. Me avergüenza la incredulidad que rodeó sus testimonios, la falta de reacción institucional y la lentitud del proceso canónico ante la urgencia para establecer la verdad y obtener sanciones. He visto a algunos perder la fe, a otros dejar su ministerio y a los jóvenes perder la confianza.

En mi caso, tuve el don del encuentro personal con Cristo y su Iglesia y de estar rodeada de personas que han mostrado un profundo respeto por mi conciencia como ámbito sagrado e inviolable. He sido parte de este pueblo, de esta Iglesia que peregrina por Chile, caminando junto a agentes pastorales, junto a muchos laicos casados y solteros, jóvenes y ancianos, consagrados, sacerdotes y diáconos y autoridades eclesiásticas dispuestas a formarse para que no se vuelvan a cometer delitos similares en el ámbito eclesial. Nunca más. No bajo nuestra supervisión.

Tras graduarme en Derecho en 1992 en mi país, me doctoré en Derecho canónico en la Pontificia Universidad Gregoriana. De regreso a Chile, además de desempeñar una actividad académica, formé parte del equipo legal de la CECh que ha elaborado el protocolo nacional para la aplicación de la primera versión de las normas universales sobre los delitos más graves (2003). Ya entonces se conocieron los primeros casos a nivel nacional, tratados desde una perspectiva legal. Un programa de televisión nacional mostró la realidad del abuso en nuestra casa, en Chile. Yo creí lo que mostraba.

“Si nos limitamos al ámbito jurídico, reducimos el discurso”

Esto me lo dijo un hombre, una víctima, que conocí junto a su esposa. La enseñanza para mí fue que la esfera jurídica por sí sola no puede asumir semejante horror. Gracias a quienes participaron en la Conferencia Anglófona, la reunión de obispos y miembros de consejos nacionales para la prevención de las conferencias episcopales angloparlantes, conocí la estrategia tridimensional para enfrentar los abusos en la Iglesia: recepción de denuncias, prevención y acompañamiento a las víctimas.

Estas son las tres áreas a partir de las que se ha desarrollado la labor del Consejo como organismo orientador de los criterios y políticas para los obispos de Chile. La institucionalidad diocesana prevé un organismo dedicado a la prevención que cubra estas tres áreas. Fue difícil hacerlo funcionar, ya que dependía del compromiso de la comunidad y de la guía del obispo.

En las 27 diócesis se han designado personas encargadas de recibir las denuncias y hasta la fecha otras 886 han completado el curso para formadores, actividad en la que se han implicado un total de 44.745 fieles, que trabajan de forma remunerada o voluntaria en la Iglesia en Chile. Acabamos de realizar un estudio cuantitativo y cualitativo que nos aporta más elementos de prevención.

Nos hemos centrado en la dinámica relacional del abuso sexual en el contexto eclesial con el fin de conocer para prevenir. Desde un punto de vista cuantitativo, tuvimos acceso a los archivos, sobre todo, los canónicos, de 21 diócesis y 15 comunidades religiosas. Esta metodología permitió conocer la realidad de 168 agresores de 461 personas entre adultos y menores, de las cuales 72,67% eran hombres y 26,6% mujeres.

A nivel estatal, hasta hoy, se han producido 31 sentencias judiciales en las que se ha condenado a sacerdotes. Desde un punto de vista cualitativo, hemos entrevistado en profundidad a 22 víctimas y a 12 profesionales que trabajan en el campo del abuso sexual en el ámbito eclesiástico. Emergieron “tácticas” como el uso de estrategias de seducción, control, erotización del vínculo, normalización, silenciamiento y el uso de violencia explícita además de abuso espiritual.

“Es necesario romper el silencio. Preguntemos a las víctimas”

El Consejo ha sido un espacio de colaboración entre laicos, consagrados, obispos y sacerdotes, a partir de la realidad de cada uno, su conocimiento y su experiencia. Aunque cambian sus miembros, sigue siendo un lugar privilegiado para hablar con sinceridad, discutir, llegar a acuerdos, evaluar formas de actuar, sufrir juntos por la incomprensión o lentitud de los procesos, regocijarse en los pequeños pasos y siempre dar gracias por la confianza cuando las víctimas nos confían su experiencia.

Es una experiencia sinodal. Igualmente, sinodal fue el recorrido del texto del documento Integridad en el servicio eclesial (2020) con líneas guía precisas; un proceso en el que participaron cerca de 1.500 laicos, clérigos y consagrados. El último documento institucional se refería al desarrollo de criterios rectores para obispos y autoridades eclesiásticas en Chile en los que la propuesta principal es caminar junto a la víctima.

Queremos poder acercarnos a la víctima, a su familia, a la comunidad eclesial donde se produjo el abuso, para que sean sujetos terceros activos (bystanders) en una cultura institucional llamada a prevenir a través de medidas para evitar los abusos y para identificarlos temprano y mitigar el primer impacto y a reparar a nivel simbólico, espiritual y material.

Lo dicho hasta ahora puede considerarse “demasiado poco y demasiado tarde”, y estoy de acuerdo. Se habría tenido que hacer en otro momento. En los últimos años se ha confirmado la intuición de que se necesitarían generaciones para superar esto, para recuperar la confianza y para que la Iglesia se convirtiera en ese lugar que yo misma experimenté como espacio donde se forjaba nuestra identidad, en un clima de esperanza y confianza que hoy parece tan lejano. Resultó devastador el que los sacerdotes que nos guiaban cuando yo era niña perdieran su estatus clerical.

A partir de mi experiencia, esto es parte del desafío de ser católico hoy en mi país, de participar en los cambios sin que nadie nos separe del amor de Cristo, animados por la esperanza de que “una Iglesia herida sea capaz de comprender y conmoverse por las heridas del mundo de hoy, haciéndolas suyas, soportándolas, acompañándolas y comprometiéndose en tratar de curarlas” (Papa Francisco, Carta al Pueblo Peregrino de Dios en Chile, 2018).

*Artículo original publicado en el número de enero de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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