Tribuna

El “poder” mal administrado solo trae daños irreparables

Compartir

Si tuviéramos que identificar cuántos presidentes cometieron abusos y descalabros en sus gobiernos ─militares o democráticos─, seguramente, la lista sería interminable. Por nombrar algunos, señalo a Idi Amin Dada, un dictador militar y el tercer presidente de Uganda (1971-1979). Su gobierno se caracterizó por la arbitrariedad flagrante de los derechos humanos, la persecución étnica, los asesinatos extrajudiciales, el nepotismo, etc. Otro ejemplo: Josip Broz (1892-1980), conocido por su título militar “Mariscal Tito”, ejerció como jefe de Estado de Yugoslavia desde fines de la Segunda Guerra hasta su muerte. Fue el principal constructor de Yugoslavia como una federación socialista y el primero en desafiar la hegemonía soviética por medio del Movimiento de Países No Alineados.

Sin embargo, como resultado de la ruptura con la Unión Soviética, el gobierno yugoslavo estableció un campo de prisioneros en las islas croatas de Goli otok y Sveti G., para encerrar a los enemigos de Tito y del régimen yugoslavo. Prueba de ello fue la captura de Viktor Stepinac, cardenal católico de Croacia y arzobispo de Zagreb. En 1946, las autoridades yugoslavas lo declararon culpable de colaboración con el movimiento fascista Ustasha y de complicidad, al permitir la conversión forzosa de los serbios ortodoxos al catolicismo. Condenado a dieciséis años de prisión, después de cinco años, fue puesto en libertad y se le ofreció la opción de la emigración o el confinamiento en su parroquia natal; Stepinac eligió esta última.

El poder en lo cotidiano

Hoy, en pleno s. XXI, vivimos otra experiencia dolorosa porque, a estas alturas, Nicolás Maduro se ha convertido en todo un personaje a nivel político y que tal vez se encuentra en el epílogo de su mandato al frente del país venezolano. Tanto, la prensa como los medios de comunicación ponen en alerta a la opinión pública de cómo en Venezuela no se respeta los derechos esenciales de las personas. La situación es caótica pues la falta de alimentos, medicamentos y servicios básicos no llegan ni al 50% de la población. Y en esta decadencia que vive el país, Nicolás Maduro no baja la guardia en su afán de perpetuarse en el poder, que, apoyado por el mundo militar, quiere sustentar su gobernabilidad a cualquier precio, pues ni siquiera el éxodo de compatriotas ─cerca de tres millones─ es relevante como para que abdique o llame a nuevas elecciones.

Para ser justos, sabemos que las ansias de poder deambulan no solo en el ámbito de cuestiones de gobiernos o de estados, sino también tras bambalinas, en el mundo militar, académico, judicial, eclesiástico, ni hablar en la política. Desgraciadamente, esta ambición por el “poder” se ha instalado en la sociedad, hasta en el seno familiar. Esta sed permanente de control en un mundo, que evalúa todo sobre la base del rendimiento y de la eficacia, nos está desestabilizando al punto de mirar al otro como un enemigo. Este constante estado de alerta nos ha llevado a tomar una posición de guerra. Hobbes, filósofo inglés, teórico del absolutismo político (1578-1679), decía: “son tres los motores que conducen al hombre a permanecer en un estado de guerra: la desconfianza, la competencia y la gloria”.

William Shakespeare (1564-1616), quien se caracterizó siempre por mostrar una perfecta descripción de sus personajes y un profundo conocimiento de la naturaleza humana, marcó acertadamente los defectos y virtudes del ser humano. En su obra, Hamlet, expone sin reparos los sentimientos que atormentan a toda persona, que con el paso del tiempo no cambian y la acompañarán hasta el ocaso de su vida: ambición, envidias, celos, frustración, pérdida, libertad, etcétera, Según Shakespeare, estos sentimientos de confrontación y poderío no solo sirven para revelar las situaciones de “conflictos” entre los individuos, sino también para desvelar ese reiterado estado de “inseguridad” que nos agobia y amedranta. En Hamlet, la inseguridad es lo que incita a los personajes a dudar entre matar y no matar, y a mantenerse en estos dos imperativos morales categóricos.

Debido a este permanente estado de “inseguridad”, podemos preguntarnos sobre qué imperativos morales camina nuestra vida. Es una pregunta que nos impulsa a definir por cuál vía queremos transitar. Quizá, en ese sentido, Nicolás Maduro y todos los que piensan como él, se han olvidado de que cuando el poder se torna represivo e invasivo deja a un lado su perfil más noble como el auténtico “servicio”. Porque no mira ni calcula lo que otros pueden llegar a hacer como tampoco invita a que otros crezcan y maduren sus potencialidades, porque simplemente se decide, hace y se manda como desea el presidente, el director, el gerente, el sacerdote u obispo de turno.

Entendamos que el poder no necesariamente debe revestirse de sentimientos de dominio, control y sometimiento sobre las cosas y, en particular, las personas. Tal vez, revertir nuestra mirada y perfilar nuestra acción de “poderío” −cualquiera que sea− como un don de servicio ayudaría a transformarla en un acto más de donación que de dominio y manipulación. La vida siempre nos cuestiona y nos obliga a tomar decisiones que −acertadas o no− son determinantes. A diario, experimentamos estados de poder y, muchas veces, los utilizamos arbitrariamente y nos convertimos en verdaderos dictadores. Si, por un instante, fuésemos buenos administradores del poder que poseemos e hiciéramos de él no una acción que somete, subyuga y que siempre busca el capricho egoísta, sino el bien común y la libertad del otro, seguramente, todo poder sería menos represivo, todopoderoso, autoritario y mezquino. San Pablo, cuando afirma el origen divino del poder, deja muy en claro que, mientras este sea ejercido legítimamente y para el bien del otro, no hay nada que temer (cf. Rom 13, 3-5). Cuando caemos en los autoritarismos, confirmamos nuestra inseguridad y un estilo de vida regido por la manipulación enfermiza de nuestros egoísmos.