Tribuna

El jardín de la Madre Félix

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Termino de escuchar ‘Gesänge der Frühe’ de Robert Schumann. ‘Gesänge der Frühe’ significa ‘Canciones del Alba’, se trata de una obra para piano en cinco movimientos compuesta durante una crisis que anunciaba el deterioro mental y emocional de Schumann.



Composición muy original, pero complicada de comprender que, si me lo permiten, terminará siendo la nota introductoria a su muerte. Obra que, repito, no comprendo, pero me conmueve y me conduce, por medio de cierto deseo metafísico, hacia un jardín luminoso capaz de florecer, incluso, en el más espeso invierno.

Jardín que florece de enero a diciembre enturbiando el paso sinuoso del sufrimiento. Sanando herida tras herida, dolor tras dolor, con un aura misteriosa que se escapa entre cada nota, evocando el recuerdo de una vida, que una alegría infinita donde me refugio en silencio para contemplar, en cada verde que varía, una teología, una enseñanza sobre mi relación con Dios. Estoy frente al jardín de la Madre Félix, entre las notas que el delirio sinfónico de Schumann me regala.

Un jardín luminoso

A veces un jardín es, como escribió T. S. Eliot, un punto inmóvil del mundo que gira. Una potencia estética que custodia como lámpara desde el techo sobre toda oscuridad aparente. Pleno reino de palabras y sueños que evocan una verdad, símbolo de la alegría. Una verdad que constituye una figura simbólica en cuya caracterización histórica confluyen tradiciones literarias, filosóficas y religiosas. Verdad que inspiró al Carmelo femenino que fue pensado como un jardín, más específicamente, un jardín interior. Probablemente, estas cuestiones condujeron a la Madre Félix a edificar su proyecto educativo, los colegios Mater Salvatoris, en torno a un jardín.

En la cultura occidental, la herencia clásica, junto a las contribuciones de las religiones judía, cristiana y musulmana se superponen para sugerir la idea de jardín como paraíso, lugar de retiro espiritual o camino de peregrinación vital. Jardín que arropa de vivas fragancias y colores una idea educativa, acaricida –y que a acaricia a su vez– con la dulzura aromática de una rosa entre todas las rosas; aquella que se transforma en lugar para la humildad que rememora al ‘hortus horaciano’ en el que el poeta pasó los últimos años de su vida, reflexionando sobre sí, entre aguas que rebosas árboles y frutos maduros como promesa de vida. Jardín que ilumina las mentes y los corazones con la felicidad del silencio ontológico y existencial

Un jardín para la armonía

Cuando se fundó el Colegio Mater Salvatoris de Caracas (Venezuela) se procuró establecer en su centro un jardín como si todo proviniera de allí, de ese corazón vegetal, de madera fina y Evangelio quemante. La belleza es el centro vital del esfuerzo pedagógico de la Madre Félix. Esfuerzo que bebe sueños en el reposo de la vegetación que, de alguna manera misteriosa, nos enseña a madurar la voluntad de mirar al otro en su interior, provocado por el amor de Dios. Vista dialéctica que nos brinda un atisbo del misterio que somos, que nos hace algo más que apariencia, en la cual se revela una armonía íntima.

Sentarse frente a ese verdor donde una pedagogía de la armonía desata nudos interiores en mi corazón, es encontrarme abrazado a unas líneas que bosqueja Byung Chul Han en su hermoso libro ‘Loa a la Tierra’, que dice: “Creo que existió y existirá el Jardín del edén. Creo en Dios, en el creador, en ese jugador que siempre empieza de nuevo y que así lo renueva todo”. Entendió la Madre Félix que la tierra no es un ser muerto, inerte y mudo, sino un elocuente ser vivo, un organismo viviente, a través del cual podemos regresar a la claridad original y a la lucidez como canto lejísimo a aroma hímnico donde resplandece lo humilde. Paz y Bien.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela