Tribuna

Y yo digo … ¡no discriminarás!

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Las palabras suelen mutar o usarse de diferente modo a través del tiempo y las culturas. Es el caso del verbo discriminar. Hasta hace un tiempo su uso se asociaba a separar, elegir, distinguir y desde ese lugar no presentaba mayores problemas en su aplicación. Más recientemente, se acentuó su significado como trato desigual asociado a motivos raciales, religiosos, sociales y varios más; en este caso se lo relaciona con arbitrariedad y con igualdad para evitar la desigualdad, también con desigualdad para evitar la igualdad. Ilustro con sendos ejemplos: “las mujeres somos discriminadas, queremos tener los mismos derechos que los varones” y a la vez “las mujeres somos discriminadas, no queremos los mismos derechos de los varones”. Si bien son expresiones de contextos distintos, no dejan de llamar la atención y nos pintan una situación en la cual, detrás de la bandera de la discriminación, libramos batallas guiados por pareceres personales en donde el bien y el mal son autodecretados. Bastante de esto está en el gen de la persona, es lo que Dios nos advirtió cuando a Adán y Eva les prohibió comer del árbol del bien y del mal que, no es otra cosa que determinar cada uno lo que está bien y lo que no, creando así una moral subjetiva que no se queda allí sino que, entre otras consecuencias, trae a la discriminación con movimientos pendulares extremos que se alejan de un equilibrio a la hora de aplicarla. Esta autorreferencia podría explicar el mandamiento de ¡no discriminarás! Eso sí, según el propio parecer e interés.

Siguiendo con la evolución de esta palabra, no solo tiene institutos que le dan un marco regulatorio sino que se ha ganado el temor de muchos. En repetidas situaciones dejamos de actuar por miedo “a ser discriminados” ¡y denunciados! También está el riesgo de aparecer entre las noticias estridentes o ser “viralizado” en las redes sociales.

Veamos ahora actitudes reales en las cuales, aplicamos un trato desigual por diferentes motivos y con el consiguiente juicio discriminamos: cuando miramos el color de piel para explicar un comportamiento estamos generalizando la casuística y quizás las estadísticas; cuando en nuestras ciudades no hay veredas sanas para los ciegos y ancianos, o faltan rampas de acceso para los discapacitados motrices, obstaculizamos el andar esperable de estas personas sin mayores sobresaltos; al ver con máscara de lástima a un niño con discapacidad neurológica demoramos en ver en él a una persona tan digna como los demás; cuando consideramos que lo que no da satisfacción o no produce puede ser descartado, nos damos permiso para decir que con los pobres y los ancianos ya no hay nada para hacer; al tener solo por buenos a los de nuestra ideología política o entorno social, padecemos de sordera al no escuchar otras voces. Cuando aceptamos estos modos de discriminación, la convivencia social se ve agredida, algunos, los que “valen” más tienen cierto poder para aplicar un trato desigual al resto. Estamos llamados a ser inclusivos con toda vida humana, pero en especial con aquella que se presenta como más vulnerable y necesitada.

Invito al lector a que siga pensando discriminaciones. Yo compartiré la mía.

En todos los tiempos con mayor o menor fuerza se habla del aborto. Podría asegurar, de modo objetivo, que se trata de un acto de discriminación y para ello aplico los ejemplos precedentes. Desde ciertos ámbitos se lo justifica porque produce la muerte de madres, porque ataca a determinados sectores sociales (asociados al color oscuro y a la falta de dinero) todos respaldados con estadísticas de sectores convenientes a su legalización, sin chequeo de información y también generalizando un caso para imponerlo como indicador de toda la sociedad. En segundo lugar al estilo de los obstáculos de las veredas, a nivel educación y a nivel salud, no generamos un camino por el que pueda transitar la madre y el niño de modo esperable. Siguiendo con los ejemplos, si asociamos la licitud del aborto a que el niño por nacer tiene algún tipo de discapacidad, olvidamos que todos fuimos engendrados del mismo modo y pudimos haber sido así y, si ampliamos la mirada, con el mismo motivo por el cual permitimos matar a una persona “defectuosa” en su cuerpo, podríamos matar a una persona ya crecida con defectos en su actuar, en su corazón. ¡Y hacen bastante más daño que aquellos! También la cultura descartable nos lleva a eliminar lo que no nos hace falta y, salvando distancias quizás consideremos que con el crecimiento demográfico no hacen más falta niños y más aún si son de una familia numerosa. Finalmente en todo debate sobre el aborto no opinan todos porque siempre falta la voz del más perjudicado, del que está amenazado de muerte, del niño por nacer. Imagino que aún en aquellas situaciones de embarazo por violación, si pudiese hablar diría: “mamá, yo no te violé”. Aquí nuevamente los poderosos pueden eliminar a los débiles según su propia voluntad, según su parecer del bien y del mal.

La inclusión es una palabra que también está tomando fuerza, invito a incluir a los niños por nacer y a sus madres. La práctica del aborto mata a un ser humano y se da paradójicamente, en un ambiente en donde la madre no puede no mirar, no sentir dolor físico…no puede ser sujeto pasivo, no puede ausentarse.

La Humanidad es la mayor creación de Dios pero no por eso deja de ser frágil. Es esta fragilidad la que nos lleva a perder el equilibrio, el sentido común, el respeto por los demás, la tentación de dominar, parafraseando al Génesis “a ser como dioses”. A veces al dictar el mandamiento personal de ¡no discriminarás!, olvidamos al resto y allí comienzan los desequilibrios que generan poder de pocos y dolor de muchos.

No obstante, estamos llamados a ser como Dios, como el Buen padre Dios que discrimina a los pecadores, los trata desigualmente ¡para abrazarlos y perdonarlos! Y aquí sí podemos decir con fuerza y con sentido humano: ¡No discriminarás!…a los frágiles, a tus congéneres. No sería una mala pista para cualquier debate.