Tribuna

Diez años con el papa Francisco: adiós corte y centralismo, hola servicio y sinodalidad

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Quisiera comenzar este artículo deshaciendo un pequeño equívoco. Se dijo en su día, y se ha vuelto a repetir durante diez años, que la elección de Jorge Mario Bergoglio como sucesor de Pedro fue una sorpresa. Como mucho, en mi opinión, podría decirse que fue solo una sorpresa muy relativa. Veamos por qué.



El 5 de abril de 2005, pocos días antes de que se abriese el cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II, Luigi Accatoli, el experto vaticanista del ‘Corriere della Sera’, escribía un comentario cuyo título era: “Ratzinger guía a los custodios de la doctrina. Bergoglio es el primero de la lista de los tercermundistas”.

Luego hemos sabido cómo se desarrolló el cónclave. Según el periodista alemán Peter Seewald (autor de varios libros sobre el papa emérito), en la tercera votación, Ratzinger obtuvo 72 votos y Bergoglio 40; según el biógrafo de Benedicto XVI, era “una minoría de bloqueo suficiente para evitar la elección de Ratzinger”. Durante la comida del 19 de abril, el arzobispo de Buenos Aires pidió discretamente a sus electores que cambiasen de opinión y votasen a favor del cardenal alemán. Así se hizo y el nuevo papa alemán siempre supo que la renuncia del argentino desbloqueó una situación que hubiera prolongado el cónclave con resultados imprevisibles y, en cierto modo, facilitó al final su elección.

Cuando, el 11 de febrero de 2013, Joseph Ratzinger anuncia su sorprendente dimisión y se abre el cónclave, participan en él no pocos de los cardenales que habían votado a favor de Bergoglio, que esta vez no tenía un contrincante de la talla del dimisionario Benedicto XVI. De nada sirvieron las intoxicaciones de los círculos más reaccionarios del colegio cardenalicio y las vanas ilusiones de Angelo Scola, cuya elección llegó a ser anunciada por la Conferencia Episcopal Italiana. Esta vez, los cardenales dieron sus votos al arzobispo porteño y confirmaron los pronósticos que algunos habíamos hecho.

Consejo de Cardenales

Un mes después del 13 de marzo en que fue elegido, la Secretaría de Estado anunció que Francisco había constituido un Consejo de Cardenales “para aconsejarle en el gobierno de la Iglesia universal y para estudiar un proyecto de revisión de la Constitución Apostólica Pastor Bonus sobre la Curia romana”. Lo componían los cardenales Bertello, Marx, Errázuriz, Gracias, Monsengwo, O’Malley, Pell y el hondureño Rodríguez Maradiaga como coordinador.

Las reacciones fueron entusiastas. Para el historiador Andrea Melloni, se trataba del “paso más importante en la historia de la Iglesia en los últimos diez siglos”; otros muchos hablaron de revolución en marcha y del inicio de una Iglesia con una organización más horizontal y menos vertical.

Ese 30 de septiembre, Francisco firmó el quirógrafo con el que instituía el Consejo Cardenalicio, afirmando que “será una expresión ulterior de la comunión eclesial”. Ya antes, en sendas declaraciones, el Papa había recalcado que se trataba de construir un nuevo modo de ser Iglesia y que la Curia debía dejar de ser vaticanocentrista y en nada debía parecerse a una corte, que es “la lepra del Papado”. Del 1 al 3 de octubre, el Consejo se reunió por primera vez con el Papa y, al referir a la prensa los resultados de la reunión, el entonces portavoz vaticano, Federico Lombardi, afirmó que la reforma de la Curia no era una “simple puesta al día de la Pastor Bonus, con retoques y modificaciones marginales”, sino que realmente se buscaba “la redacción de una Constitución con novedades muy consistentes”.

En concreto, se trataba de “poner en relieve la naturaleza del servicio de la Curia a la Iglesia universal y a las Iglesias locales y no como el ejercicio de un poder centralizador”. Las interpretaciones fueron muchas y casi todas coincidían en señalar que el objetivo era acabar con el centralismo romano y la corte papal, con la tentación narcisista e ideológica, con la narración autorreferencial típica de todas las organizaciones poderosas. En una palabra, sepultar la papolatría. Objetivos, sin duda, muy ambiciosos.

Si me perdonan una cita personal, yo mismo escribí en Vida Nueva, pocos días antes de la primera reunión del Consejo, lo siguiente: “Que nadie crea que Bergoglio va a meter la reforma de la Curia en el baúl de los recuerdos. Por otra parte, ya tenemos elementos para saber por dónde van a ir los tiros: reformas en la dinámica de la sinodalidad, que, dicho con otras palabras, significa menos centralismo y más autonomía para los obispos y las conferencias episcopales en todas aquellas materias que no requieren la intervención de Roma”.

Pero la reforma de la Curia romana es una cuestión muy peliaguda. En un estudio histórico del cardenal Alfonso Stickler se recorren las etapas desde la ‘Inmensa Aeterni Dei’, de Sixto V, en 1587, hasta hoy. Pasaron cuatro siglos hasta que Pío X, con la ‘Sapienti Consilii’, decidiese modificar su estructura. Pero fue Pablo VI quien, con la ‘Regimini Ecclesiae Universae’, el 15 de agosto de 1967, decidió adaptar las competencias y métodos de trabajo a las exigencias de la Iglesia diseñada por la Constitución Dogmática del Vaticano II ‘Lumen Gentium’ y por el decreto ‘Christus Dominus’, del mismo Concilio.

Nueve años de trabajo

Los trabajos de preparación de la ‘Pastor Bonus’ comenzaron con una reunión de todo el colegio cardenalicio, convocado por Juan Pablo II del 5 al 9 de noviembre de 1979. En su relación, el secretario de Estado, el cardenal Casaroli, planteó a sus colegas la pregunta de si “la actividad de la Curia puede considerarse adecuada a las necesidades y expectativas de la Iglesia universal”. Fue el inicio de un largo y trabajoso proceso, que concluyó con la proclamación de la Constitución el 28 de junio de 1988; es decir, se emplearon nueve años, en el curso de los cuales se sucedieron dos consistorios y 45 reuniones de la comisión cardenalicia creada por Wojtyla en enero de 1986.

En su introducción a la Constitución Apostólica, Juan Pablo II destacaba que “mi preocupación ha sido la de ir resueltamente adelante para que la conformación y la actividad de la Curia correspondan siempre más a la eclesiología del Vaticano II, sean siempre más claramente idóneas a la obtención de los fines pastorales de la conformación de la Curia y salgan al encuentro de forma siempre más concreta a las necesidades de la sociedad eclesial y civil”.

Treinta y cuatro años separan las dos últimas Constituciones, la ‘Pastor Bonus’ (1988) y la ‘Praedicate Evangelium’ (2022), y son también nueve años los que han sido necesarios para que el Consejo Cardenalicio ultimase la redacción de su texto y se contase con su aprobación por los organismos representativos de la Iglesia universal, incluidos los jefes de los dicasterios de la Curia romana, algunos de ellos ya unificados y con nuevas personalidades a su frente.

Yo no soy nadie para ofrecer un juicio técnico o teológico sobre la ‘Praedicate Evangelium’, y no caeré en la tentación de hacerlo. Prefiero dar la palabra al cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, coordinador del Consejo Cardenalicio, que, en su libro entrevista con el actual obispo de San Sebastián, Fernando Prado, responde así a la pregunta de por qué era necesaria la reforma de la Curia: “Estamos en otro tipo de mundo y la Iglesia tiene que responder a los nuevos desafíos y contextos, especialmente en estos puntos que son como las líneas-fuerza en la teología del papa Francisco: una Iglesia pobre para los pobres, una Iglesia servidora, una Iglesia sinodal y una Iglesia colegial”.

Llamo la atención sobre la expresión “Iglesia sinodal” porque es providencial; así al menos me parece a mí que la nueva Constitución haya sido proclamada cuando está en pleno proceso el Sínodo sobre la Sinodalidad. “La sinodalidad –afirma el cardenal hondureño– es la naturaleza comunional de la Iglesia en acción. El texto habla de la sinodalidad como rostro de la comunión. Ahí se hace ver que la naturaleza misionera de la Iglesia, de la que hablaba san Pablo VI, y la naturaleza sinodal, en la que insiste Francisco, son como dos caras de la misma moneda”.

Sinodalidad

A la sinodalidad se refiere precisamente el número 4 de la ‘Praedicate Evangelium’, que versa sobre La Iglesia, misterio de comunión. En él se apunta que “la vida de comunión da a la Iglesia el rostro de la sinodalidad, es decir, de una Iglesia de la escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma: uno a la escucha de los otros y todos a la escucha del Espíritu Santo para conocer lo que Él dice a las Iglesias”.

Esta sinodalidad de la Iglesia, por tanto, se entenderá como “el caminar juntos de la grey de Dios por los senderos de la historia que sale al encuentro de Cristo el Señor”. Esta frase final es una cita del discurso que Francisco pronunció con ocasión del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, el 17 de octubre de 2015.

Para terminar, añadiré simplemente una acotación de muy relativo valor porque es personal: creo haber participado en la mayoría de las asambleas del Sínodo de los Obispos, cuya creación por san Pablo VI suscitó tanto entusiasmo y esperanzas; realidad que, con el paso de los años, fue languideciendo hasta convertirse –como me dijo un cardenal español al que he admirado tanto, Fernando Sebastián– en “una plataforma para que vengamos los de fuera a confirmar lo que Roma ya ha decidido”.

Así fue durante años, pero, gracias a Francisco, el Sínodo pasa de ser un episodio aislado en la vida de la Iglesia a convertirse en un estado permanente de escucha y comunión, en un caminar verdaderamente juntos. Prueba de que, como ha repetido hasta la saciedad este Papa, lo importante no son los cambios de estructuras, sino de las personas que están a su frente, me parece que lo indican bien los nombramientos recientes realizados en dos importantes dicasterios. Para suceder al cardenal canadiense Marc Ouellet, que llevaba 12 años al frente del dedicado a los Obispos, Francisco ha nombrado al agustino Robert F. Prevost, obispo de Chiclayo (Perú) y que antes fue prior general de su orden. En 2020, el Papa le había nombrado miembro de la que entonces de llamaba Congregación para los Obispos.

No menos significativa ha sido la sustitución del cardenal argentino Leonardi Sandri al frente del Dicasterio para las Iglesia Orientales, al que ha sucedido el hasta ahora nuncio en Gran Bretaña, Claudio Gugerotti, que ya había sido secretario del mismo organismo cuando era prefecto el cardenal Achile Silvestrini. Este hábil diplomático representó al Pontífice en Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia y Ucrania, y conoce muy bien, por lo tanto, el ámbito en el que va a desarrollar su servicio. Apenas nombrado, viajó a Turquía y Siria para llevar a sus poblaciones y a las Iglesias la cercanía del Papa.

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