Tribuna

Cuaresma… ¿para qué?

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A menudo, se oye decir que, para hacer un acto de caridad, basta solo con un poco de buena voluntad. Pero, a veces, esa buena voluntad no brota espontáneamente, o bien no es suficiente como para resarcir hasta el corazón más dócil. La psicología nos dice que la voluntad es la facultad del alma por la que el hombre tiende necesariamente a un fin. Pues, allí, juegan un papel fundamental la inteligencia y nuestra capacidad de decidir: ¿Puede el hombre realizar actos que en su fin sean siempre buenos y loables? Pareciera ser que, en determinados momentos de la vida, nos vemos inmersos en circunstancias donde el acto de “darnos” responde más a motivaciones personales y egoístas, que a buscar una auténtica generosidad. Por consiguiente, su objeto o fin no es aparentemente todo lo bueno que debiera ser.

Se dice que Cuaresma es la ocasión especial para ejercitarnos en el ayuno, hacer algún sacrificio y prepararnos para celebrar el triunfo de Cristo sobre la muerte. Es como si, en estas prácticas cuaresmales, se fraguara el germen de la caridad y las buenas costumbres. Si así se entendiera, ¡qué frustración!, porque se necesita algo más que una privación de un pan en el desayuno o de un buen postre en el almuerzo para que estos actos perfeccionen una voluntad débil. Con esto no digo que estas prácticas cuaresmales no sean legítimas, puesto que, si se les da un “sentido evangélico”, se plasman en actos de caridad concretos, que saltan a la vista.

El cardenal ghanés y prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral de la Santa Sede, Mons. Peter Kodwo Turkson, al encontrarse en Johannesburgo (Sudáfrica) como enviado especial del Santo Padre, en la conmemoración y las exequias de Nelson Mandela, presentó un buen principio para reflexionar en esta Cuaresma, la “fraternidad”: … es una cualidad humana esencial porque somos seres relacionales. Pero eso no hace que sea automática… La fraternidad ha sido ignorada o pisoteada en maneras infinitas a través de la historia e incluso hoy en día… Pero no solo la fraternidad ha sido pisoteada, ya que, en el nombre de la palabra “amor”, se justifican demasiadas cosas, y no todas obedecen a obras santas y dignas. ¿Cuánto falta para que el mandamiento del amor promulgado por Jesús, “¿Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, tenga las repercusiones que el mismo Jesús anheló? Nos dice: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?” (Mt 5, 46-47). Es decir, pregonamos la ley del amor, pero no queremos rendir ningún sacrificio por aquellas obras que realmente circuncidan el corazón y nos obligan a salir de nosotros mismos. Nos alzamos con la bandera de la fraternidad, sin embargo, no estamos dispuestos a responsabilizarnos de lo que nos toca. Postulamos una Iglesia renovada y en consonancia con los signos de los tiempos como lo ha señalado claramente el Vaticano II, pero no nos actualizamos un ápice en la renovación y la conversión de nuestro corazón. Aun cuando hablamos de coherencia de vida, la Palabra de Dios continúa encadenada en el aula de la doctrina y del dogma esperando “la resurrección de los muertos”. Sencillamente, todavía no tomamos conciencia del paso de este tiempo litúrgico cuaresmal a “otro” que nos apremia e invita a un sacrificio, que no solo pasa por lo ritual y el cumplimiento de prácticas devocionales, sino que, además, aboga por una conciencia de los actos, a la luz de la persona de Cristo, quien supo encarnar “voluntad y sentimiento”: “Tengan los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2, 5).

Si realmente queremos realizar un camino personal y comunitario de conversión, hay que tener presente que todo sacrificio y auténtica caridad viene de un corazón que se despoja de sí para alcanzar la pobreza evangélica de la que tanto nos habla el papa Francisco y nos lo dice san Pablo: “Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza” (2Cor 8, 9). El amor evangélico siempre nos debe mover a buscar el bien del otro, sea como sea ese “otro”.