Tribuna

Conversatorios por la paz

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En la última Asamblea de los obispos de México se analizaron temas de relevancia sobre la situación actual del país. Así, entre las estadísticas, los testimoniales e informes expuestos se llegó a la conclusión de que hay situaciones de violencia generalizada que han de afrontarse, inicialmente, “conservando la paz, sin acobardarse” Jn 14, 27.



Y es que el miedo nos encierra en nosotros mismos; no nos deja mirar atentamente la realidad; nos impide la escucha del otro; despierta actitudes de sumisión en donde normalizamos las dinámicas del mal; o, en el peor de los casos, suscita reacciones desesperadas de violencia ante nuestra incapacidad de encontrarnos con lo diverso o alternativo. Es por ello que, en respuesta a esta sordera y ceguera, cada vez más sistematizadas en el imaginario colectivo mexicano, los obispos han propuesto un ejercicio de escucha y de expresión interactiva a través de los “Conversatorios por la paz”.

Esta dinámica comenzó a implementarse en algunos lugares de violencia recrudecida en el país, tales como la arquidiócesis de Acapulco. Su metodología hace que los participantes se agrupen con situaciones y experiencias comunes, cobrando mayor conciencia sobre lo que sucede en su entorno. Permite también, distinguir los elementos raíz que causan la violencia a fin de establecer propuestas y compromisos concretos para restaurar el tejido social.

Y es que la sociedad actual, a pesar de que presumiblemente se encuentra más comunicada a través de las plataformas digitales, en realidad está experimentando graves síntomas de desinterés por los demás: un egoísmo creciente que se finca en la búsqueda irrefrenable de satisfactores inmediatos que poco a poco anestesian a la conciencia sobre el deber colectivo o común.

Cosificación de lo humano

Esta situación hace que el interés por comprar dichos satisfactores egoístas genere una demanda que el mercado criminal aprovecha, aumentando la venta de drogas, narcóticos o de cualquier índole de estimulantes que excitan la sensibilidad, fomentando el enclaustramiento narcisista del consumidor. Incluso, en el lado más perverso, ha incrementado la mercantilización de las personas en diversas modalidades de trata.

El crimen organizado se enfoca en estos satisfactores inmediatos logrando un negocio rentable a costa de la dignidad humana. En consecuencia, el dinero se convierte en un “ídolo” que se venera y se impone como valor absoluto logrando degradar al individuo y a la sociedad al nivel de valores secundarios, utilizables y desechables. Aquí cabe recordar que, según el cristianismo, la dignidad humana tiene ese valor absoluto que ha querido arrebatarle la idolatría del dinero. Y es que, en realidad, la vida del ser humano no tiene precio: no es negociable ni intercambiable bajo ninguna circunstancia o interés de cualquier índole o categoría. Sin embargo, en la lógica del mercado y del consumo de los satisfactores inmediatos, dicha dignidad queda socavada y determinada según el interés del mercado.

En esta herida a la dignidad humana se instaura el reino del terror de la violencia en donde prevalece la ley del más fuerte o del mejor postor. La devaluación de la vida humana hace que ésta se reduzca al valor monetario por el que igual se compra, se consume, se distribuye, se importa, se exporta y se desecha. Todas estas formas de mercantilización son, en realidad, formas violencia y esclavitud cada vez más normalizadas, cuyo factor común es la cosificación de lo humano.

Y es por esto que surge una iniciativa con una dinámica elemental, pero muy humana: la escucha del otro. Abrir nuestra escucha a la voz del que clama por la liberación de quienes han olvidado que somos hermanos es el primer mandamiento del Dios de nuestros padres: ¡Escucha Israel! Dt 6,4; pues sin la escucha permanecemos indolentes ante el clamor de quien es como nosotros, provocando la dinámica del autoaislamiento suicida y genocida.

El valor de la escucha y la compasión

La escucha, en cambio, es salida de nosotros mismos: de la renuncia a la búsqueda de la satisfacción egoísta elemental para emigrar a la vulnerabilidad mancillada del prójimo que también es nuestra vulnerabilidad mancillada. La escucha nos sensibiliza, nos devuelve a la conciencia colectiva y a la certeza de que nos pertenecemos unos a otros, derribando la gran farsa actual, cada vez más difundida, que dice que “primero hay que amarnos a nosotros mismos”, olvidándonos de la urgencia similar de amar al prójimo en la misma medida. (Mt 22,36)

Es por tanto, urgente, dejar de escuchar solo a nuestra propia voz, que, en términos individualistas solo nos demandará la satisfacción de los deseos emergentes. En vez de esto, hay que quitarnos los audífonos autocomplacientes y desviar nuestros ojos de la pantalla del ordenador o del dispositivo móvil para comenzar a descubrir a los que nos rodean más allá de nuestros encuentros superficiales y rutinarios. Es necesario comenzar a escucharnos con otros, a descubrir nuestro rostro en la mirada de quien vive y está con nosotros a fin de establecer un diálogo cercano, más allá de la aldea digital en donde todos hablan y nadie se escucha realmente. Pues es a partir del contacto con los otros y a partir de los otros: los cercanos, es decir, los prójimos, como se va a suscitar algo tan  necesario y elemental para mantenernos con vida: la compasión.

En esta necesidad de volvernos a contextualizar en nuestros lugares comunes, surge la propuesta de los “conversatorios por la paz”, en donde se prioriza el valor de la escucha y la compasión ante las narrativas de quienes viven en donde vivimos y comparten la situación de un entorno común. Una vez que interioricemos lo que es común, podremos sumar perspectivas, dones y esfuerzos comunes para crear, no solo frentes de resistencia, sino de resarcimiento social. Pero no podremos lograrlo si no abrimos nuestros oídos al clamor del pueblo que grita y pide la liberación, tal y como ha ocurrido en diversos momentos de la historia de la salvación.

Aquí, es indispensable asumir nuestra responsabilidad de ser “luz y sal” (Mt 5, 13-14) en medio del mundo, renunciando al miedo proveniente del encierro egoísta y a la indiferencia ante los otros. Hagamos que nuestro grito común se escuche para “hacer lo que Él nos diga” (Jn 2,5), y comencemos a levantarnos unos a otros con la fuerza común, la fuerza del Espíritu Santo que hace que “escuchemos hablar las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (Hch 2,11); presencia de Dios operativa que siempre será más grande, infinitamente más grande que el poder de las tinieblas. Mayor información en este enlace.