Tribuna

El cara y sello de la sinodalidad

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Recuerdo casi como ayer, las palabras del papa Francisco, en el segundo día de su visita a Chile (enero, 2018), a los obispos reunidos en la Catedral de Santiago: “Los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados. No tienen que repetir como loros lo que decimos”. Fueron términos muy duros para un clero que ya venía golpeado –por los abusos sexuales−, y más de alguno no gustó de aquellas palabras. En esa oportunidad, el Papa apuntó a una Iglesia donde la voz de los fieles sea disidente y crítica pero respetuosa del consenso y sin que eso conlleve a una división.

Es más, enfatizó que hay que renunciar a cualquier tipo de clericalismo porque lleva a un autoritarismo y no a un verdadero espíritu de servicio: “velen contra la tentación del clericalismo, especialmente en los seminarios y en todo el proceso formativo… sean capaces de servir al santo Pueblo fiel de Dios, reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de cualquier forma de clericalismo”. Además, un servicio a la Iglesia entendido así da espacios para acoger propuestas y sugerencias que los laicos quieran aportar; es decir, esa forma de gobernar, poco a poco, va apagando el fuego profético que la Iglesia está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. “El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios y no solo a unos pocos elegidos e iluminados” (cf. ‘Lumen gentium’, 9-14).

Ante un clericalismo, que desafortunadamente aún persiste en nuestra Iglesia, aparece la sinodalidad como una respuesta y escucha de todo el pueblo de Dios y no solo de una parte, la clerical. La sinodalidad propone una nueva forma de ser Iglesia e invita a una sana integración, comunión y corresponsabilidad, aspectos que algunos obispos y sacerdotes también hoy rechazan.

Hacer juntos el camino

Sabemos que la palabra “Sínodo” significa “hacer juntos el camino” y en la práctica eso se traduce como un trabajo mancomunado entre laicos, pastores y el Obispo de Roma. Es cierto que la sinodalidad no es sinónimo de democracia, pero de alguna manera lo es, ya que si la democracia es gobernar con el pueblo entonces la sinodalidad supone una participación de los fieles que no sea “aparente” sino real y verdadera, de lo contrario la sensación por parte de los laicos de verse “manipulados” o “utilizados” se repetirá otra vez. En este sentido, un sector de la jerarquía eclesiástica ha caído en una falta de conciencia de pertenecer al Pueblo de Dios como “servidores” y no como dueños. Esto es lo que en definitiva desalienta cualquier dinamismo misionero y vocación de servicio. No se puede sostener la vida, la vocación y el ministerio sin esa conciencia de ser Pueblo. Por eso los obispos deben discernir sin prejuicio alguno: La misión cristiana es de toda la Iglesia y no del cura u obispo sino estaremos coartando iniciativas que el Espíritu puede impulsar aquí y ahora.

Esa forma tan vertical (clericalismo) de administrar la parroquia o comunidad ha quitado protagonismo al Espíritu Santo y los pastores con la arrogancia de ser “representantes de Dios” o personas “consagradas”, se han sentido con la autoridad de marcar los tiempos en todo, incluso en qué momento debe manifestarse el Espíritu Santo. Afortunadamente, no todos piensan y actúan así, pero más de algunos pastores se arrogan este privilegio y en nombre de Dios dictan normas a su arbitrio. Son patrones de sus parroquias y obispos señores de sus diócesis: celosos de su poder. Un poder de arrogancia y soberbia sobre otros a los que se les ha quitado la voz. Argumentan que todo lo hacen con el pretexto de la doctrina y de la tradición, pero en el fondo es un abuso de poder, ejercitado no fraternalmente sino impositivamente.

En este sentido, Jesús aclaró antes para qué estaba el Templo, en qué radicaba lo sagrado y la función de los sacerdotes. Precisamente, cuando estos comenzaron a beneficiarse del culto y los “sacrificios” perdieron su carácter de “ofrenda”, es decir, no había un verdadero compromiso de enmienda o cambio por los pecados entonces la relación con los fieles fue más despectiva y sin ningún vínculo. 

El concepto de comunidad

Quizá, en pleno s. XXI, esa relación ha perdido la sintonía, el respeto, la admiración que cada feligrés sentía por su sacerdote o pastor. Como Iglesia nos falta valorizar y recuperar el concepto de comunidad y de “iglesia doméstica”. San Pablo lo señala claramente (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4) cuando habla de la comunidad y sus miembros. Se supone que todos eran iguales y ejercían libremente los dones y carismas del Espíritu a favor de la comunidad. A medida que se fue perdiendo el primitivo concepto de “iglesia doméstica”, empezó a ganar terreno el espíritu clerical que dio lugar a la “iglesia domesticada”.

El clericalismo, definitivamente, vino a reemplazar a Dios e instauró un proceso de divinización de los pastores, que a la posteridad ha devenido en que la Iglesia sepa bien cuáles son los atributos de Dios, pero aún no ha sabido cómo asimilar los valores divinos que nos dejó en su propio Hijo, Jesús. Ante esta realidad, la sinodalidad irrumpe no solo como la antítesis del clericalismo sino también como una manera distinta de convivir entre pastores y fieles. Reconociendo el rol y la responsabilidad que le compete a cada uno, pero también creando los espacios de integración y participación al mismo tiempo. No hay que tener miedo a involucrarse y caminar, impulsados por el Espíritu en la búsqueda de una Iglesia cada día más sinodal, profética y esperanzadora. Vivamos no solo la conversión del corazón sino también la conversión de las estructuras de la Iglesia que reclaman un verdadero ‘aggiornamento’.