Dios es amor: y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en Él (1 Jn 4, 16)
El Dios de Jesús es un Dios Amor, es misterio insondable al que Jesús deja ser Dios; es un Dios parcial y defensor de las personas oprimidas, empobrecidas, débiles y excluidas del sistema; es un Dios bueno, es don y gracia que rompe con la visión tradicional difundida en su época; así para Jesús, el infinitamente distante se hace radicalmente cercano desde la confianza y disponibilidad.
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Para Jesús Dios es alguien con quien, en último término, el ser humano tiene que relacionarse en fe, de aquí que se debe decir que Jesús fue un extraordinario creyente y tuvo fe: “Todo es posible para el que cree” (Mc 9, 23). Dios para Jesús es aquel a quien Jesús responde y corresponde en fe, y de esta fe se desprende, en definitiva, quién es Dios para Jesús.
Con su praxis profética, Jesús nos muestra el rostro del verdadero Dios que denuncia y desenmascara el antirreino (injusticia y opresión) y anuncia lo que debe ser una sociedad de acuerdo al reino de Dios. Entre ellas hay que recordar las controversias que muestra Jesús en: la curación y el perdón de un paralítico (Mc 2, 1-12); la comida con los pecadores (Mc 2, 15-17); la cuestión sobre el ayuno (Mc 2, 23-28) y la curación del hombre de la mano seca (Mc 3, 1-6).
Cuando se le pregunta sobre el mandamiento principal (Mt 22, 36; Mc 12, 28), Jesús no formula una absoluta novedad (judaísmo helenista) pero sí insiste en lo radical: la equiparación del amor a Dios y al prójimo; en este sentido busca cambiar la noción de Dios, de tal manera que, en el amor al prójimo, se está honrando, respondiendo y amándole a él.
La respuesta de Jesús es sorprendente, Dios es Amor, dice, y eso lo sabemos porque Dios nos ha amado primero, de ahí que debemos amar a Dios; por tanto: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4,11). En definitiva, para Jesús el amor de Dios esta en el amor al prójimo: “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).
El Dios de Jesús es un Dios Amor que nos amó primero y nosotras somos respuesta de amor: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4, 10). Esta es la Buena Nueva que irrumpe y resuena también en el corazón de toda persona trans creyente que desde la alegría, fe y esperanza responde a la Gracia y el Amor de Dios.
Aquí radica el eje central del seguimiento de las personas trans creyentes: en sentirnos amadas y ser respuesta de amor. Esta es la Buena Nueva que nos hace hijos, hijas e hijes de Dios dentro de la Iglesia: “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”(1Cor 3,16). Una ekklesía en la que también hemos sido llamadas por Dios y de la que no se nos puede excluir.
Ser testigo del evangelio
Una Iglesia de Jesús que proclama el reino de Dios no puede ser indiferente y ajena a la Gracia de Dios y a la fuerza del Espíritu Santo que irrumpen en el corazón de toda creyente; una Iglesia que dice amar a Dios, pero no reconocer la bondad y el amor de Dios en el corazón de todo creyente no es testigo del evangelio: “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20). Amar a la hermana implica reconocerle en su dignidad de ser persona, creatura de Dios, a imagen y semejanza.