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Nº 3.294

Adviento 2023: La autopista, la vaca y el elefante

Sin duda, haber pasado una temporada en un complejo, desigual y atractivo subcontinente como la India es sumamente inspirador, por lo que con toda sencillez quiero comunicar algunas de las vivencias que me sucedieron recientemente en Calcuta, Bhubaneswar y Bangalore. Compartí esos días junto a un hermano indonesio de mi Congregación, Thomas Sukotriraharjo, que me comentaba al hilo del tráfico de Calcuta que los europeos solemos lanzarnos directamente hacia delante para alcanzar nuestros destinos.



Sin embargo, los asiáticos dan un rodeo, se aproximan a la realidad de otra manera –probablemente con una dosis de sosiego que a nosotros nos falta– y terminan de igual modo logrando el objetivo que sueñan. No obstante, reconociendo el valor de esa observación, inevitablemente decía para mis adentros: “Buena confesión, pero ¡qué manera de marear la perdiz y de zigzaguear a la hora de conducir los vehículos o en la toma de decisiones!”.

Unos pasos silenciosos

Precisamente, la tumba de la Madre Teresa de Calcuta se emplaza en una capilla junto a una calle bulliciosa, en la que los ruidos de los coches, autorickshaws y motos interpretan un singular concierto como el más preciado coro celestial. Uno de los sonidos que más atrapa es el del claxon de los automóviles, para advertir que alguien va a adelantar o para movilizar a los animales. Es una señal que ayuda a estar atentos, a no dormirnos en la conducción, a tener en cuenta el horizonte y lo que nos circunda. Algo así podríamos incluir en nuestras liturgias a modo de alertas para no desconectarnos de la venida del Señor (cf. Mt 24, 37-44). En la capilla de la Madre Teresa entra esa feria de sonidos en un espacio austero y no muy amplio. Sin embargo, lo que percibes es una serena paz del corazón, porque nada de lo humano es ajeno a lo divino. Descalzos en la capilla, todos al mismo nivel, en la casa madre de las Misioneras de la Caridad logramos conectar con nuestro centro y sentirnos pueblo peregrino. Como bien advertía la santa: “Los árboles, las flores, las plantas crecen en silencio. Las estrellas, el sol, la luna, se mueven en silencio. El silencio nos da una nueva perspectiva”.

En casi todos los lugares que hemos visitado nos han impregnado la frente con el bindi o tilak (un punto de color) y luego nos han colocado el uttorio (un fular), como muestra de acogida, junto con un collar de flores y una lluvia de pétalos de colores, porque los pétalos susurran el aliento de Dios. Un grupo proveniente de la cultura tribal ancestral nos ha envuelto la cabeza con un turbante llamado pagdi, que es el máximo honor que te pueden brindar. Luego, con un platito de flores y barras de incienso, se realiza el rito del arati como señal de bienvenida, dibujando reverentes círculos en el aire ante nuestros rostros. En una aldea de enfermos de lepra, una mujer nos regaló una flor de jazmín. Incluso lo más pequeño e insignificante adquiere un significativo valor que emociona, porque de lo que se trata es de acoger.

No sé por qué, pero intuyo que Isabel y María se pusieron a bailar después de su saludo. El baile es expresión de alegría, unión y pasarlo bien juntos. Con los intercambios de palabras bonitas que se dijeron las primas, con el Magníficat incluido (cf. Lc 1, 46-55), la cosa debió de finalizar con un baile, con cierta precaución en el caso de Isabel, porque ambas no se podían quedar tal cual. En algunos casos, las palabras se pueden sustituir por el baile. Después de hacernos presentes en varios centros de educación no formal o de apoyo escolar en lugares insospechadamente pobres, donde los estudiantes van de los 3 a los 15 años, en lugar de discurso, lo que nos pidieron fue que nos uniéramos a su baile, al que se sumaron maestras, colaboradores y algún político local. Todos descalzos, debajo de un simple techado, participamos de una fiesta que no necesita de palabras y sí de la complicidad de disfrutar lo que la vida nos depara. Ahora me río, pero en mi discurso solía hablar de la importancia de la educación, de que los alumnos son el futuro y sus educadores un espejo en el que mirarse. Mi traductor de inglés a oriya, la lengua local de Bhubaneswar, multiplicaba por tres cada una de mis frases, a las que había incorporado alguna metáfora, ya que, por ejemplo, la comprensión del espejo requería una mayor contextualización, puesto que lo que un niño encuentra frente a sí mismo es su propia imagen. Mi hermano Thomas, por su parte, solía cantarles una canción indonesia de unos pájaros tristísimos. Así que creo que lo del baile fue un providencial acierto. No hicieron falta traducciones o interpretaciones.

“Okupas” en el camino

En el trayecto de cinco horas en coche de Bhubaneswar a Ludru, una aldea rural, había unos seres con un halo especial que alteraban nuestra velocidad y nuestro ritmo: las vacas sagradas. El viaje que podríamos hacer en dos horas y media se multiplica por dos, nos comenta Lalit Toppo, que nos acompaña en coche por esta zona. En otros países, con otras mentalidades, sería difícil digerir que un animal interrumpa la circulación en una autopista o carretera, que tardemos el doble en llegar a un lugar porque al vacuno se le antoje pasar sin previo aviso. Sin embargo, esa vaca que cruza con toda tranquilidad por la mediana e invade nuestra calzada nos habla de esos elementos que afectan nuestros planes y maneras de pensar, incluso de organizarnos. La cosa es seria porque, si la atropellamos, nos puede caer una cuantiosa multa y podemos ir a la cárcel. En la rica, diversa y compleja cultura de la India, los ritmos que nos marca la realidad han de ser acogidos como elementos de posibilidad para tener una mirada más atenta, más amplia. Para mirar al horizonte y también a lo más cercano, porque en cualquier momento una vaca u otro elemento puede ponerse delante de lo que está planificado y alterar nuestros ritmos. Acoger desde la fe, como María, esas cadencias que a veces no se entienden, es un ejercicio de la mente y del corazón. Esto puede hacerse extensivo también a esas “vacas” que se convierten en “okupas” de diferentes espacios en nuestro mundo occidental. Quizá la hiperconexión a las pantallas pueda ser uno de los factores que más nos impidan hacer camino con otros, porque son realmente paralizantes.

Delante de la vaca no queda otra que armarse de paciencia. Los ritmos orientales son tranquilos, distintos de la búsqueda de “eficacismos” occidentales: a la hora de reclamar  puntualidad, de que las personas acudan (o no) a las convocatorias, en definitiva, nos marcan una flexibilidad que contrasta con la rigidez de quienes viven con todo pautado. Necesitamos desacelerarnos. Más teológicamente lo advierte Margarita Saldaña: “En su cadencia sosegada, la encarnación nazarena es un aguijón de discernimiento que nos obliga a distinguir los espíritus que nos habitan. No siempre es la urgencia del amor lo que nos lleva a actuar a la velocidad del rayo; otros intereses soterrados nos manejan internamente, empujándonos a establecer en nuestro ritmo de vida unas prioridades que no nos hacen más humanos”.

Por lo demás, las carreteras en ocasiones están llenas de baches, que provocan que el coche dé saltitos que hacen el viaje bien entretenido. Todo ello me hacía pensar que preparar el camino al Señor, no consiste tanto en transitar más o menos velozmente por una vía exenta de obstáculos, sino la apertura a que, a pesar de las dificultades, queramos que el Señor Jesús venga a nuestra vida.

He contemplado a cristianos y a religiosos entregados al máximo entre las personas con más necesidades, pero también a otros que viven a “medio gas”, sin demasiado apasionamiento. Hemos de arreglar nuestro camino interior, ese que transita por otro itinerario que conduce directamente al corazón. De ahí que, antes de citar las famosas palabras del profeta (cf. Is 40, 3), Juan el Bautista proclame con fuerza: “Enmendaos, que está cerca el reinado de Dios” (Mt 3, 2). Me interpela, además, la situación de aquellos que se “desfondan”, que no dan sentido a su existencia, que pierden el horizonte en las distintas crisis que se presentan en las diferentes etapas de la vida. La alegría y la esperanza son regalos que, como el tiempo en la India, tampoco se pueden medir, porque nos sobrepasan, pero siempre se pueden pedir al Bajísimo, que viene a acampar entre nosotros, para que nos demos cuenta de que no todo depende de nosotros, sino de la sorpresa de Dios que actúa maravillosamente en la cotidianidad habitada de nuestro presente.

(…)

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