Paz, guerra, intolerancia

William-Kentridge

El secreto de la paz es la tolerancia. Es bueno tenerlo en cuenta en estos momentos que vive Colombia. Porque −también hay que recordarlo hoy− la raíz de la guerra, de la violencia, es la intolerancia.

Una sociedad no es violenta porque dispara armas, sino que dispara armas porque es violenta. Antes del acto violento, y camuflado en él, hay siempre una actitud que origina y nutre la violencia. Es la intolerancia. Que no es otra cosa que la negación o la no aceptación del otro, con su individualidad, con sus cualidades y defectos, con sus luces y defectos. Con su libertad y con su derecho inalienable a ser él mismo.

Los violentos matan o persiguen porque condenan la forma de pensar de los demás. O lo que ellos consideran los pecados de los otros y llegan a la conclusión de que, para corregir o borrar del mapa esos pecados y esas formas de pensar, no hay otro camino que suprimir a quienes las encarnan.

Pero como la intolerancia es irracional, es decir, no se puede sustentar racional y sanamente, entonces los intolerantes se disfrazan de cruzados. Acaban creyendo y predicando que defienden causas justas. Y en nombre de ellas pueden y deben matar. Así nacieron las inquisiciones, los totalitarismos, los fundamentalismos, las guerras religiosas y, en general, todas las guerras. Por eso hay violación de los derechos humanos. Por eso hay terrorismo.

La intolerancia, antes de matar o perseguir a las personas, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea. El intolerante vuelve absoluta su verdad, sea que esta coincida con la verdad mayoritariamente aceptada, sea que se trate de un invento propio (que suele ser lo normal) asumido por el bando o grupo al que adhiere y del que se vuelve abanderado. Los demás son los malos, los equivocados, los peligrosos, los vitandos. Pero no basta con excomulgarlos. Hay que llevarlos a la hoguera. Son herejes. Hay que exterminarlos.

Existe, por lo demás, una intolerancia de cuello blanco. La violencia, entonces, se camufla y se esconde en actitudes aparentemente inofensivas y asépticas, que no intranquilicen la conciencia. Se suprime al otro con guante de seda. Muchas veces la pugnacidad del intransigente parece simplemente una broma, un juego inocente. En el fondo es la misma violencia que niega la existencia del otro, manifestando siempre una despiadada repugnancia por la alteridad, por la otredad.

El intolerante se siente y se proclama agredido. El otro, por el solo hecho de ser otro, de ser distinto, es un agresor. Entonces, porque el guante blanco no quiere mancharse, se le separa, se le discrimina. Si es santo, porque es santo; si es pecador, porque es pecador; si blanco, por blanco; si negro, por el color de su piel; si rico, porque es rico; si pobre, por pobre; si homosexual, por ser tal; si es mujer, por su condición de género; si es creyente, por la fe que profesa; si ateo, porque niega a Dios, etc. etc.

Nacen así las segregaciones, los “apatheid”, los racismos, las xenofobias, las limpiezas étnicas, los guetos, las luchas de clases, las desapariciones, los exterminios, los atentados suicidas, las crucifixiones, los desprecios, los desplazamientos. El reino de la intolerancia. El imperio del fanatismo.

El remedio es uno: yo, como persona, solo puedo realizarme en la aceptación del otro. No soy el centro del mundo. Existo porque el otro existe. Soy el otro del otro. Es la dinámica del pluralismo, de la convivencia, de la fraternidad humana. Lo que esperamos que nazca en una Colombia en paz. una Colombia sin guerras.

Ernesto Ochoa Moreno

Escritor

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