Editorial

Portadores de la alegría del Evangelio

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El 21 de marzo se celebra el Día Mundial de las personas con Síndrome de Down. Lamentablemente, se trata de una jornada en la que se acumulan las reivindicaciones en un contexto de amenaza para su propia supervivencia: la actual ley del aborto, que permite interrumpir el embarazo en caso de que exista grave riesgo de anomalías en el feto hasta la semana 22.



Esta horquilla posibilita acabar de un plumazo con cualquier persona con discapacidad, un comportamiento eugenésico que habría propiciado la reducción del nacimiento de niños con síndrome de Down en hasta un 90%. Además de este golpe letal como punto de partida, se suman las todavía insuficientes ayudas en materia de dependencia, la ausencia de recursos para propiciar su autonomía y cierta discriminación social latente hacia quienes tiene una copia extra del cromosoma 21.

La Iglesia siempre ha tratado de poner en el centro a las personas con síndrome de Down, frente a la bautizada por Francisco como la “cultura del descarte” que borra a todo aquel que no se adecúa al canon de perfección y utilitarismo impuesto por el neocapitalismo ya no solo económico, sino ideológico.

A pesar de esta entrega eclesial, a menudo a las personas Down, como en general a todo aquel que tiene una discapacidad, se les ha considerado como meros receptores de ayuda, un enfoque asistencialista que hoy está llamado a ser superado en aras de una integración real en la comunidad cristiana. Para ello, urge poner todos los medios que estén al alcance para tratarles como adultos en la fe, desde una adaptación a sus necesidades en tiempo y forma de los espacios, de las dinámicas de crecimiento, de los grupos de fe, de la vida sacramental, de los materiales catequéticos…

Protagonistas de la acción misionera

Cualquier paso al frente supone romper con esas barreras físicas y afectivas que todavía hoy se dan en el día a día. Para ello, no solo se requiere buena voluntad y cariño, sino formación, organización y dotación presupuestaria.

En este sentido, el Sínodo de la Sinodalidad se presenta como una oportunidad inaplazable para buscar ese lugar preferente a quienes han sido orillados como meros espectadores, y hacerles protagonistas y corresponsables en la acción misionera. Porque, tal y como manifiestan quienes han hecho una apuesta vocacional como acompañar y ser acompañados por las personas con síndrome de Down, sus capacidades especiales les hacen portadores de la alegría del Evangelio. Esa que hoy necesitan tanto la Iglesia como un mundo que ha arrinconado la ternura y, por tanto, el amor misericordioso de un Dios Padre que acoge, abraza e impulsa a todos sus hijos, especialmente a los más vulnerables.

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