Editorial

Pascua a cara descubierta

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El mundo se desconfina después de dos años de pandemia. La ‘gripalización’ de las variantes menos letales del virus y los altos índices de vacunación –aunque siguen sin llegar a todos los rincones del planeta– hacen que Occidente comience a dejar a un lado restricciones como los aforos limitados o el uso de las mascarillas.



La Semana Santa ha sido fiel reflejo de este salto vital. Así se ha podido constatar en la masiva asistencia a las celebraciones presididas por el Papa en el Vaticano o en las multitudes que han participado en las procesiones en España. También se siente en la mayor afluencia de peregrinos que han rememorado el Triduo Pascual en Tierra Santa, coincidiendo en esta ocasión con las grandes fiestas de las demás religiones monoteístas.

Como adelantaba Francisco en las primeras sacudidas de la pandemia, de una crisis como esta se sale mejor o peor, pero nunca igual. Lamentablemente, algunos acontecimientos como la guerra de Ucrania se revelan como signos certeros de que poco se ha aprendido de esa apremiante conciencia de navegar en un mismo barco global que amenaza con naufragar, de la urgencia de apostar por una fraternidad universal, aunque solo fuera por esa mera supervivencia.

La nueva normalidad, a la vista está, se parece demasiado a la vieja, con una acentuada polarización, aderezada por una crisis económica que está ahogando todavía más a los más vulnerables. Detrás de las mascarillas se mantienen las máscaras de antes: la obsesión por el poder, el odio de la guerra, el capitalismo exacerbado, la sociedad de las apariencias…

El mundo continúa atrapado en la dinámica propia de una losa mortecina de la que parece no haber escapatoria. Una penumbra acomodaticia que lleva al inmovilismo, a justificar el quedarse encerrado en el lamento, la queja o el victimismo, que se apodera también de una religiosidad atrapada en el aparente vacío del Gólgota.

El ejemplo de esas mujeres

Sin embargo, siempre hay una rendija para que se cuele la esperanza. Como propone Ianire Angulo en el Pliego de Vida Nueva, “vivir la Pascua es, en definitiva, despojarnos de esa mordaza que impide que la Palabra, con mayúscula, se haga elocuente en nuestra manera de situarnos en la existencia, de modo que quienes nos rodean se contagien de resurrección”.

Para lograrlo, basta con seguir el ejemplo de esas mujeres que no dudaron ni un segundo de que Jesús sigue vivo, frente al miedo y pesadumbre de unos apóstoles descreídos. Que dejar a un lado las mascarillas se traduzca en una apuesta certera por ir a cara descubierta contagiando la alegría del Evangelio, la proximidad sinodal y, sobre todo, la luz de misericordia de un Resucitado que nunca estuvo confinado.

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