Editorial

Los otros obstáculos que frenan las nulidades matrimoniales

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EDITORIAL VIDA NUEVA | El 8 de septiembre se promulgaban dos documentos con forma de motu proprio –uno para los católicos de rito latino y otro para los orientales–, a través de los cuales Francisco aprueba la reforma del proceso canónico para las causas de declaración de nulidad del matrimonio. Tomando como punto de partida la doctrina de la indisolubilidad, los cambios –que en algún caso rompen con normas del siglo XVIII–, buscan, según el documento pontificio, dar respuesta desde la caridad y la misericordia a un gran número de fieles “separados de las estructuras jurídicas de la Iglesia a causa de la distancia física y moral”.

Con respaldo del Sínodo extraordinario que demandó procesos más rápidos y asequibles, entre otras medidas, desaparece la doble sentencia, se plantea la posibilidad de un juez único y se abrevia la posibilidad de recurrir, lo que podría reducir hasta en un año la espera y haría desaparecer unos 500 euros de media en tasas. Además, el obispo centralizará el proceso, bien ejerciendo el mismo de juez o designando un juez único bajo su tutela. Esta medida permitirá, en caso de que la causa sea evidente, como una boda por un embarazo no planificado, tramitarlo de forma exprés, con un máximo de 30 días para convocar un juicio que él mismo podrá presidir. Todo un acierto.

Como sucede con reformas legislativas de otra índole, ahora el camino pasa por dotarla de medios, tanto de una dotación presupuestaria adecuada como de recursos humanos. Y es que, al rastrear el día a día de los tribunales eclesiásticos, resulta sencillo constatar como sufren el mismo colapso que la justicia ordinaria debido a la falta de profesionales que puedan dar salida a las demandas que llegan.

Agilidad y gratuidad no tienen por qué restar
garantía alguna en el proceso,
sino promover su universalidad
entendida como el acceso a un servicio
y no un obstáculo para recomponer
un proyecto de vida cristiana

Si bien es cierto que simplificar el entramado jurídico ayudará a que los casos no se llenen de polvo en las mesas de unos y otros reduciendo sensiblemente los hasta diez años de espera que han sufrido algunos esperando la sentencia definitiva, es cierto que el embudo seguirá ahí en tanto que las diócesis no dispongan de más manos para sacar el trabajo adelante.

Aquí entra el segundo obstáculo: contar con una plantilla solvente de canonistas exige una inversión que quizá no todos los obispados puedan o estén dispuestos a afrontar. Sobre todo, teniendo en cuenta que el motu proprio apunta que, “poniendo a salvo la retribución justa y digna de los jueces de los tribunales por parte de la Conferencia Episcopal, debe ser asegurada la gratuidad del proceso”. La Iglesia española, por ejemplo, cuenta ya con descuentos de hasta el 75% de las tasas para personas sin recursos.

Bienvenida sea una vez más esta reforma histórica, oportuna y necesaria que se estructura en Roma pero que nace de una propuesta colegiada en el Sínodo y sigue el empeño del Papa de las periferias en dar más protagonismo a las Iglesias particulares. Todo bajo dos máximas, agilidad y gratuidad, que no tienen por qué restar garantía alguna en el proceso, sino promover su universalidad entendida como el acceso a un servicio y no un obstáculo para recomponer un proyecto de vida cristiana. El problema es, una vez más, materializarlo, hacerlo vida.

En el nº 2.955 de Vida Nueva

 

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