
La foto que está dando la vuelta al mundo es la del pequeño Aylan, el niño sirio muerto en una playa de Turquía
EDITORIAL VIDA NUEVA | Un camión repleto de cadáveres en una autopista austriaca, una mujer atravesando la alambrada en Serbia, una estación de tren colapsada en Budapest, otra patera más hundida en el Mediterráneo, un subsahariano corre por el túnel del Canal de la Mancha… Las escenas que deja estas últimas semanas la crisis migratoria que está viviendo Europa no da lugar a dudas de que no se están ofreciendo respuestas reales a una realidad doliente que se impone.
La política migratoria de la Unión Europea hace aguas, quizá porque nunca existió realmente más allá de los intentos de contención y de una cicatera distribución de fondos de ayuda disfrazada como cooperación al desarrollo. Los acuerdos internacionales, desde la Declaración Universal de Derechos Humanos al llamado Protocolo de Berlín, se ven vulnerados constantemente por unas medidas de contención a todas luces injustificadas, pero, además, insostenibles. Europa se juega su credibilidad como una comunidad de comunidades atrapada en esa debilidad para tomar decisiones con rapidez y con un valor ejecutivo para todos los países miembros.
Frente a esto, es la hora de responder a esta emergencia humanitaria con madurez, no con medidas cortoplacistas y parciales, sino desde una coordinación y cooperación reales, estableciendo vías legales para la circulación de refugiados y revisando las leyes comunitarias al respecto.
Por eso, urge que todos los Gobiernos remen hacia un plan de acción basado en el principio de solidaridad, que deje a un lado los temores que consideran al inmigrante y al refugiado como una amenaza al Estado del bienestar y un reclamo al efecto llamada. Ahí es donde se erige la figura de la canciller alemana Angela Merkel, como propulsora del cambio de paradigma. La misma mujer que ha forjado su liderazgo europeo a golpe de medidas de austeridad hacia Grecia o España, entiende que cuando hay una guerra o persecución de por medio, no hay negociación alguna: hay que cambiar fronteras por acogida. Así, Alemania abanderará la recepción de refugiados con 800.000 hasta final de año, frente a los poco más de 2.000 que acogerá España, menos de la mitad de los que le solicita la UE.
Si resulta fundamental acabar con esta política de cuotas y las devoluciones en caliente, no menos relevante es establecer un programa de ayuda a los países de origen, ese que nunca ha llegado como verdadero plan de desarrollo del continente africano o esa falta de tino diplomático y de acción conjunta para frenar al Estado Islámico en Irak y Siria. De la misma manera, Europa tiene que atender las necesidades de los estados miembros vecinos de las regiones más conflictivas.
La Iglesia, sin buscarlo ni pretenderlo, siempre ha dado una lección sobre el terreno de atención, acogida e integración del otro sin pedir carné de identidad o de confesión alguno. También ha ejercido y está llamada a continuar siendo altavoz de los inmigrantes y del calvario que viven ante los poderes públicos. Europa debe preguntarse si está dispuesta, como imploraba Juan Pablo II, a ser ella misma, a ejercer de samaritano sin miedo al que viene de fuera, sin criminalizarle con alambradas reales o legislativas.
En el nº 2.954 de Vida Nueva. Del 5 al 11 de septiembre de 2015
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