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Rostros de madre

Muchas mujeres dan testimonio de esto: dar a luz a un hijo es un acto de amor y un momento de alegría inexplicable. Pero las condiciones concretas en que esto ocurre todavía son problemáticas hoy en día; y no solo por los dolores de parto en sí, por ese sentido atormentado del fin del que una nueva vida forma parte misteriosamente.



En los países más pobres, las madres a menudo arriesgan la vida y la de sus hijos por falta de atención médica. En los países industrializados, las presiones sociales, los problemas económicos y laborales hacen que la maternidad sea menos deseable.

En Occidente, además, al conflicto interno entre el deseo de ser madres y el atractivo de otros objetivos sociales, se suman las muchas incertidumbres relacionadas con la relación de pareja y las nuevas formas de crianza. Pero las tensiones y las incertidumbres, las resistencias también, se convierten en un terreno fértil para la reflexión.

Y la reflexión sobre la maternidad se transforma aquí en una invitación general a recuperar, con valentía, dos puntos firmes. El primero es que concebir y dar a luz responsablemente a una nueva vida constituye el eje de la vida social y el principio generador de la paternidad misma.

El segundo punto, igualmente importante, es que en cada nacimiento surge un mundo nuevo, que pide ser cuidado, acompañado espiritualmente, presentado al bien y la belleza, nunca sofocado o reducido al objeto de expectativas o diseños egoístas.

Estas consideraciones también conciernen al pueblo de Dios, porque también de la Iglesia nos volvemos hijos, no por nacimiento físico sino por “nacimiento de lo alto”, “del agua y del Espíritu” en el momento del bautismo. Y en consecuencia, de la Iglesia esperamos, de acuerdo con la condición de cada uno, un acompañamiento espiritual y sacramental constante, generoso, caritativo y compasivo.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, dice Cristo crucificado a su madre y, al discípulo amado, “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Por lo tanto, la Iglesia está llamada a imitar la generosa acogida de una mujer, María.

En ella, maternidad y natividad son inseparables, un binomio cuya importancia corre el riesgo de ser descuidado y que, en la Iglesia, es más fácilmente reconocido por los humildes porque, en palabras de Isaías: “El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento!” (Isaías 1, 3). Francesca Bugliani Knox,

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