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Liturgia

Vivimos en un mundo entrópico. Crece el desorden a la par que la fragmentación. La falta de variedad afecta a todos los ámbitos, desde el biológico hasta el de la opinión pública. Todo está desconectado, pero ya no estamos en una sociedad líquida porque la digitalización está reorganizando la sociedad de una manera cada vez más vertical a través de procedimientos rígidos y formas generalizadas de influencia y control. ¿Absorberá el Metaverso el mundo, sin que haya nunca más una existencia fuera de él? ¿Estamos destinados a un universo de signos funcionales y a lo que los grandes intérpretes contemporáneos han llamado “miseria simbólica”?



¡La inmanencia no nos hace más libres, al contrario! Perder la dimensión de lo sagrado, de la trascendencia y del misterio nos empobrece inexorablemente. Sagrado viene de ‘sacer’, que significa separado. Y el lugar de lo sagrado es el ‘Templum, de temno’, que significa recortar, marcar una discontinuidad. El gran antropólogo Mircea Eliade reconoció la reciprocidad de los términos sagrado/profano que se definen en relación unos con otros, donde lo profano es lo pro-fanum, lo que está delante del templo. No dualismo y oposición, por tanto, sino una relación originaria.

Entre los dos espacios hay un umbral, un ‘limen’, un pasaje que separa y al mismo tiempo conecta el interior y el exterior: el portal, como nos recuerda el hermoso análisis de Romano Guardini sobre el espíritu de la liturgia y los signos sagrados. Cruzar el umbral significa abandonar lo ordinario, cambiar de actitud, de vestimenta, recogerse. Pasar de estar centrado en uno mismo a la receptividad. Predisponerse a una comunión basada en reunirse alrededor de una mesa común. Donde, en palabras de Pessoa, “la tierra se amasa con el cielo”. El templo tiene un “ojo”, el óculo, la abertura circular situada en la parte superior de la cúpula para dejar pasar la luz, pero sobre todo para comunicarse con el exterior “vertical”. Un espacio y otro tiempo.

El papel central del cuerpo

El psicoanalista Jung subrayó el orden extratemporal de la masa, un “desgarro del velo de la relatividad temporal y espacial que separa el espíritu humano de la visión de lo eterno”. Un tiempo discontinuo señalado por la solemnidad de los gestos, por la lentitud que rompe el frenesí y por las pausas que alejan el ruido de la vida. Entrar en el espacio sagrado, converger en torno a un centro común y estar en comunión horizontal y vertical, son pasos de un proceso transformador que da un nuevo sentido a la vida cotidiana una vez que volvemos a lo ordinario. En la liturgia, la corporalidad tiene un papel central, y el cuerpo está implicado en todas sus dimensiones: perceptiva, postural y motriz.

“El hombre que reza es un árbol de gestos”, escribió Michel De Certeau. La vista, el olfato con el incienso, el oído con la voz, el canto, las campanas, el sabor del pan y del vino… todas nuestras ventanas perceptivas son despertadas, estimuladas e invitadas. Nos arrodillamos, nos levantamos, nos damos la mano, caminamos por el pasillo para llevar presentes (gesto que en muchas culturas tiene los movimientos y el ritmo de una danza) y para recibir la Eucaristía. De acuerdo con la encarnación, el cuerpo está en el centro, y el cuerpo significa el ser humano completo. Un cuerpo que no necesita prótesis tecnológicas para entrar en comunión.

La liturgia fortalece el vínculo. Como escribe Romano Guardini “el yo de la liturgia es la unión de la comunidad creyente, es algo que trasciende a la simple suma de creyentes individuales”. En una época de individualismo extremo, que muestra todo su lado problemático, “la liturgia no dice ‘yo’, dice ‘nosotros’”. Liturgia significa literalmente acción popular.

Pero la liturgia, tal como la vivimos hoy, ¿sigue siendo capaz de expresarla? Y volviendo a las preguntas iniciales, ¿no sería la liturgia, con su lenguaje simbólico y su concreción de encontrarse, de reconocerse y de abrirse a la trascendencia, un lugar de recomposición, de contraste con la miseria simbólica, de liberación de las presiones de un sistema tecnoeconómico cada vez más persuasivo y poderoso?

Experiencia de comunión

El de la liturgia es un lenguaje concreto, que devuelve cuerpo a la abstracción de nuestras vidas cada vez más digitalizadas; y es un lenguaje coral, una experiencia de comunión en un mundo cada vez más individualizado. Quizá por eso también puede ser de ayuda aprender de otras épocas y culturas. El símbolo, el cuerpo, la comunidad. Nuestro tiempo necesita este lenguaje, este otro tiempo y espacio, una discontinuidad que ayuda a unir las piezas de nuestra vida.

Pero hoy la liturgia lucha por desempeñar este papel, más precioso que nunca. Y este, junto con otros, es un motivo por el que las iglesias están vacías. Liturgias poco sentidas y poco cuidadas y, sobre todo, con poca atención a los símbolos con demasiado intelectualismo confundido con espiritualidad. Una mirada femenina sobre la liturgia hoy puede ser imprescindible para desintelectualizarla. Guardini escribe que “el espíritu no es conceptual, abstracción. Lo espiritual es concreto”.

Las mujeres son concretas, en el más alto sentido del término. Quizá por eso la liturgia se esfuerza por hablarles, pero hay que volver a tejer ese diálogo para restituirle concreción al espíritu. Una paradoja que cuenta la verdad del camino cristiano. Un camino que, si recupera la frescura de sus orígenes, tiene mucho que decir en este momento. “En un mundo cada vez más abstracto, el católico está del lado de la concreción de la vida humana hecha de alegrías y tristezas, éxitos y fracasos, victorias y derrotas, de fuerza y de debilidad, de centralidad y marginalidad y de vida y muerte”, aseguraba Guardini. / CHIARA GIACCARDI

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