¡Mujeres tenían que ser!


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Eran mujeres las que, según la narración de los evangelios sinópticos, el primer día de la semana se arriesgaron a ir muy de mañana al sepulcro. Habían permanecido al pie de la cruz mientras los discípulos varones –excepto Juan– salieron a esconderse por temor a sufrir la suerte de Jesús, el Maestro a quien seguían. Más aún, uno de ellos, cuando en el patio del sumo sacerdote le preguntaron si conocía al que las autoridades estaban juzgando, tres veces respondió que ni idea, que no lo conocía, que no pertenecía al grupo de sus seguidores. Y fue entonces cuando cantó el gallo.

Pero volvamos a las mujeres. Ellas también sintieron miedo. Sin embargo, se arriesgaron a ir ungir el cadáver que habían depositado en la tumba, ritual que correspondía a las mujeres y que ellas iban a cumplir. Por eso madrugaron para ir a su tumba “llevando los perfumes que habían preparado” (Lc 24,1).

Así lo consignaron los evangelios sinópticos (Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12), mientras Juan solo menciona a María Magdalena (Jn 20,1-10). Precisaron, además, que sintieron miedo: “estaban temblando, asustadas” (Mc 16,8), escribe Marcos, y Mateo aclara que tenían “miedo y mucha alegría a la vez” (Mt 28,8), mientras Juan cuenta que María Magdalena lloraba. ¡Al fin y al cabo, mujeres tenían que ser para arriesgarse a pesar del miedo que sentían!

“No tengan miedo”, les dijo el ángel que cuidaba el lugar donde habían depositado el cadáver del crucificado y se los repitió el Resucitado que salió a su encuentro. Uno y otro –el ángel y el Resucitado– les encargaron ir a contar a los otros discípulos que la tumba estaba vacía. Que Jesús había resucitado.

“Ve y di a mis hermanos”, le encargó el Resucitado a María Magdalena, y ella “fue y contó a los discípulos –a los discípulos varones, vale la pena aclarar–que había visto al Señor y también les contó lo que él le había dicho” (Jn 20,17-18). Lucas, por su parte, constata: “Las que llevaron la noticia a los apóstoles fueron María Magdalena, Juana, María madre de Santiago, y las otras mujeres” (Lc 24,10). Las mismas que según el mismo Lucas seguían a Jesús (Lc 8,2-3). Es decir, eran discípulas. Y el Resucitado las envió como apóstoles. Porque anunciar la resurrección de Jesús es lo propio del apóstol.

Claro los discípulos no les creyeron. ¡Mujeres tenían que ser para andar con esos cuentos! Y no podían dar crédito a habladurías de mujeres: según el evangelio de Marcos “no querían creerles” (Mc 16,11); según el de Lucas “les pareció una locura lo que ellas decían” (Lc 24,11).

Después de este relato del encuentro de las discípulas con Jesús resucitado y de haber sido enviadas por él mismo a anunciar la resurrección, como primeras apóstoles, ninguno de los evangelios menciona a las mujeres que fueron al sepulcro muy de mañana. Desaparecen porque eran mujeres.

Obviamente en un mundo en el que las mujeres debían guardar silencio, a pesar de que los evangelios constatan la misión que el Resucitado les confió, los mismos evangelios, seguidos por la tradición de dos mil años, solo registraron apóstoles varones e invisibilizaron a las apóstoles mujeres que fueron, de verdad, las primeras. Y las consecuencias son bien conocidas:la invisibilización y el silencio de los mujeres en la Iglesia a la largo de estos dos mil años.

Obviamente, también, la historia de estas mujeres –las primeras apóstoles– resuena en este tiempo de Pascua. ¡Y sí, mujeres tenían que ser para arriesgarse y por ser mujeres quedaron invisibilizadas!