Ayudar a vivir, ayudar a morir


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Creo que pronto comprendí que, en mi trabajo de médico, serían pocos los pacientes a quienes conseguiría curar de veras; quizás porque comencé la residencia con la eclosión del SIDA, por aquel entonces sin tratamiento eficaz alguno. Me di cuenta de que podía acompañar en el proceso de asumir las pérdidas que acontecen con la enfermedad: de funcionalidad, de seguridad, de la propia imagen. Esta intuición se vio reforzada durante los años del Nacional de Parapléjicos de Toledo, donde se intenta que el paciente mejore de la lesión medular, pero sobre todo se le ayuda a reubicarse en una nueva situación y a manejarse con lo que haya quedado.



También me di cuenta de que podíamos intentar minimizar el daño futuro, por ejemplo, tratando la hipertensión y la diabetes, en orden a retrasar el efecto deletéreo que estas patologías tienen sobre los vasos sanguíneos. Cuanto más tiempo retrasemos el ictus, el infarto de miocardio o la enfermedad renal, menos tiempo tendrá que soportar el paciente esas circunstancias adversas.

El inexorable paso del tiempo

Sin embargo, por efecto de las enfermedades o de la edad, por el inexorable paso del tiempo, siempre se llega al final, al momento del morir. Ahí descubrí que era bastante lo que se podía hacer, no solo por el paciente, sino por su entorno, por las personas que le rodeaban. Si algo se me hizo patente es que la preparación para ese momento es escasa: la muerte se ha convertido en un fenómeno hospitalario, que se hurta desde niños y por lo general se evita en las conversaciones.

Poseemos medios farmacológicos para hacer más llevadero un tránsito que casi nunca es fácil ni agradable de mirar: salvo en los casos de muerte súbita –que tienen su propio coste emocional, incluso más oneroso que otras muertes–, morir, tal como nacer, es un proceso y lleva su tiempo, que los médicos debemos facilitar y a la vez respetar. Tiene su ritmo y su dinámica. Como acostumbro a explicar a las familias de los moribundos, a una vela le lleva tiempo el apagarse; así ocurre con la vida humana, muchas veces una vela que se va consumiendo.

Médico general

Apoyo a los familiares

Esta realidad la comento con los familiares, intentando aliviar lo penoso del proceso, porque es raro que se haya trabajado antes y sea de veras una despedida. Casi siempre quedan cosas por decir, sentimientos no expresados, heridas y dificultades no superadas. Cuando la persona que está muriendo está ya más allá de la comunicación verbal, hay, sin embargo, otras posibilidades: la simple compañía, la caricia, la cercanía, la oración compartida.

Existen medicamentos que ayudan a disminuir los síntomas de la agonía –posibles dolores, ansiedad, el mal manejo de las secreciones y la saliva–, y los utilizamos por lo general de forma juiciosa y mesurada, pero no podemos acelerar con brusquedad un proceso natural que posee su propio tiempo. Lo contrario es actuar de forma irrespetuosa ante la vida que se acaba, para acallar las angustias de otros o las propias.

Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos. Y por España.