Órdenes seglares y vida religiosa, ¿cómo se complementan?

(Vida Nueva) No están llamados a la vida religiosa, pero hay laicos con clara vocación por un carisma. ¿Cómo lo viven dentro de esas órdenes? ¿Existe colaboración directa entre seglares y consagrados? Dos mujeres que forman parte de sendas órdenes seglares, Miriam Gómez-Morán y Lourdes Otaegui, nos cuentan su experiencia.

El acento específico de los laicos

(Miriam Gómez-Morán– Miembro de la Orden Carmelita Descalza Seglar, OCDS) La existencia en determinadas órdenes religiosas de ramas destinadas en exclusiva a los laicos es algo que no pocos católicos ignoran, a pesar de que su origen se remonta a la Edad Media, concretamente a los tiempos de san Francisco de Asís. Este santo fue la primera persona a quien se le ocurrió establecer una vía por la cual aquellas personas que no estaban llamadas a la vida religiosa, pero que sí experimentaban una clara vocación a un carisma determinado, podían participar de su misma espiritualidad. Poco a poco, otras órdenes mendicantes fueron adoptando esta solución, y pusieron en marcha sus respectivas órdenes terceras, que es como se han venido llamando hasta tiempos muy recientes estas ramas laicas. Por ejemplo, la Orden a la que yo pertenezco desde hace unos tres años y medio, el Carmelo Seglar, tiene sus orígenes en la Orden Tercera del Carmen, que fundó el beato Juan Soreth en 1452.

Según rezan nuestras Constituciones, los carmelitas seglares formamos una misma familia con los frailes y las monjas del Carmelo Descalzo. Estamos unidos por un mismo carisma que, como es bien conocido, otorga un papel fundamental a la oración realizada según el modelo de santa Teresa. Tenemos, pues, en común con los hermanos de las otras dos ramas de la Orden, nuestra dedicación diaria a orar y la formación en la espiritualidad del Carmelo teresiano-sanjuanista. Las principales diferencias con ellos estriban en que los seglares no ingresamos en un convento, sino que mantenemos nuestras familias, nuestros trabajos y, por lo general, vivimos en nuestras propias casas. No realizamos votos públicos, sino promesas de pobreza, castidad (no impide el cambio de estado), obediencia y de vivir según el espíritu de las Bienaventuranzas. 

Como carmelita seglar, siento que me hallo en una posición muy particular y de especial importancia en la sociedad de nuestros días. En medio de un ambiente que se va tornando cada vez más hostil (y, a veces, abiertamente agresivo) con todo lo relacionado con la Iglesia católica, la necesidad de colocar pequeños pedacitos de “levadura que haga fermentar la masa” se ha vuelto imprescindible. Es verdad que nuestro carisma no nos lleva a ejercer un apostolado directo, al estilo de otras órdenes o congregaciones, pero nuestra mera presencia en aquellos ambientes que frecuentamos (familia, entorno laboral, círculo de amistades, Internet, etc.) sirve ya de referente para todos aquellos que comprueban en nuestra manera de vivir que Cristo es lo único que es realmente capaz de colmar el anhelo de plenitud del alma humana. Como laicos, nos introducimos en todas partes y llegamos a rincones a los que los religiosos no tienen acceso, completando de esta manera su tarea. 

Uno de los principales peligros de este tipo de órdenes seglares es la dificultad que existe para desarrollar una conciencia de comunidad. En una sociedad en la que es muy frecuente que uno viva encerrado en el “recinto amurallado” de su familia o amistades, hay que hacer un esfuerzo ímprobo para conseguir despertar un sentimiento comunitario entre personas que pertenecen a entornos socioculturales dispares y generaciones muy distintas. Éste es un campo en el que es necesario realizar un trabajo muy a fondo.

La relación de los carmelitas seglares con los frailes, al menos en España, es bastante estrecha. Esto supone algo muy positivo para nosotros en muchos casos, ya que nos beneficiamos de su inestimable acompañamiento espiritual y de los conocimientos y experiencia que nos transmiten en retiros y cursos de formación. No obstante, en ocasiones, he podido comprobar que nuestra rama mantiene una posición excesivamente dependiente de la de ellos, y no me estoy refiriendo aquí a cuestiones de gobierno, sino a que nos hemos acostumbrado a adoptar una actitud pasiva que no beneficia a nadie. Con las monjas se tiene, en general, bastante menos contacto, algo que se explica en parte por las características de su estilo de vida, pero que, aun así, malgasta una valiosa oportunidad de colaboración entre los representantes de dos formas distintas de vivir la misma espiritualidad.  

Considero que es fundamental que las órdenes seglares tomen conciencia de que no deben conformarse con absorber lo que las otras ramas les ofrecen, sino que ellas mismas deben contribuir a enriquecer todo el conjunto, aportándole tanto aquello que le sea exclusivo por pertenecer a lo laical, como lo que represente un punto de vista nuevo sobre aspectos compartidos con frailes o monjas. 

Miembros de una misma Familia

(Lourdes Otaegui– Miembro de las Fraternidades Marianistas de España. Ex miembro del Equipo Internacional de las Comunidades Laicas Marianistas) Las Fraternidades Marianistas surgen promovidas, apoyadas y alimentadas espiritualmente por los religiosos marianistas (Compañía de María) y, por supuesto, también por las religiosas marianistas (Hijas de María Inmaculada). De ellos y ellas tomaron los rasgos de un carisma que busca cultivar la fe personal y que siente a María como mediadora en la misión de hacer presente a Jesús en el mundo. Con este bagaje espiritual arrancaron los laicos marianistas en un contexto de fuerte espíritu de Familia. 

Pronto descubrimos que el fundador había empezado su obra apostólica constituyendo grupos de laicos con los que se reunía y hacía oración en el Burdeos de la Posrevolución Francesa. Guillermo José Chaminade se planteó su misión de devolver a la sociedad francesa los valores cristianos a partir de los jóvenes con los que entraba en contacto. Con ellos celebraba, oraba… y a ellos les invitaba a traer a sus conocidos. Así se constituyó la primera comunidad o “congregación”. Era el 1800. Sólo algunos años después, cuando la congregación ya cuenta con más de 400 miembros, el padre Chaminade propondrá a algunos de los “congregantes” formar una orden religiosa que diera continuidad a este proyecto de afianzar los valores cristianos en la sociedad francesa. De este modo, surgirán dos congregaciones religiosas, una masculina y otra femenina.

El tiempo pasa y la sociedad francesa cambia. Los religiosos van ganando terreno a la forma de vida laical… 

Cuando hacia 1980 los religiosos marianistas toman la decisión de relanzar el movimiento laico, lo hacen convencidos de que, para ser fieles completamente al espíritu del fundador, han de ayudar a renacer a la rama laica. Ésta fue su primera apuesta fuerte. A partir de ese momento y hasta hoy, se ha producido una historia de propuestas, de camino por hacer, de reflexión y de horas de dedicación, de apoyo económico y de seguimiento espiritual, de oración y de convivencia, de asesoramiento y de interpelación, de poner por escrito los fundamentos, de compartir alegrías y dificultades, de reír juntos y también de soñar juntos… 

Conforme el movimiento laico iba “cumpliendo años”, iba ganando en profundidad en la vivencia del carisma, y el referente de los religiosos y religiosas era fundamental. Con ellos y ellas aprendimos a rezar, a celebrar nuestra fe dando sentido a los gestos, a cultivar el espíritu mediante la formación, a conocer mejor a los fundadores que alumbraron este carisma, a acercarnos, como María y Juan, al Jesús crucificado, a dejarnos enviar… 

Fuimos caminando juntos, al principio cogidos fuertemente de las manos; después sueltos, pero sintiendo siempre una mirada atenta sobre nuestros hombros. Creo que hoy somos todos adultos que caminamos en una misma dirección (hacer presente a Cristo en nuestro mundo). Y es justo decir que, fieles al talante chaminadiano, los religiosos marianistas han sido los más fervientes defensores de que el movimiento laical sea verdaderamente laico, de que busque su propia identidad para que, desde ella, aporte a la sociedad, a la Iglesia y a la Familia Marianista sus características más específicas. En todos los aspectos.

Empezamos siendo la razón de ser de muchas horas de reuniones y de trabajo previo para religiosos y religiosas. Hoy creo que, aunque muchos siguen dedicando muchas horas a construir comunidades de laicos, a construir Familia, los laicos hemos pasado a formar parte de pleno derecho de un proyecto eclesial y misionero que surgió como tal hace muchos años. Y aunque el camino acaba de empezar para nosotros, hay signos de vitalidad que enriquecen sin duda a toda la Familia Marianista.

La presencia diaria en los distintos entornos laborales, en los ámbitos educativos a los que nos lleva la educación de nuestros hijos, en otras realidades sociales y culturales, aporta al mundo marianista apertura y riqueza de formatos de presencia en el mundo. La llamada del padre Chaminade a ser misioneros nos ha unido en un destino común: aportar allá donde estemos nuestro granito de arena a la construcción del Reino. Existe una clara llamada en algunos a participar en las obras directamente sustentadas por los religiosos o las religiosas: colegios, parroquias. No hay duda de que es una plataforma excepcional para la evangelización de niños y jóvenes, para la educación en la fe. Y ahí estamos. Pero no se descartan otras presencias fuera del entorno marianista que hacen visible y patente el carisma y lo convierten en fermento de nuevas realidades misioneras. Y ahí estamos también.

En todo caso, después de 25 años de recorrido, me siento muy agradecida (y sé que hablo por boca de muchos) por la generosidad de estos religiosos y religiosas que un día quisieron ofrecer el carisma en el que creían para que nos sumáramos a él. En él hemos madurado (y lo seguiremos haciendo) y con él nos comprometemos a encarnar el Evangelio en nuestras vidas y a llevarlo día a día a nuestro mundo. Seguimos contando con los religiosos y las religiosas para recorrer juntos este camino de fe. Y seguimos apostando por ser “el hombre que no muere” que quería el padre Chaminade para nuestra sociedad.

En el nº 2.646 de Vida Nueva.

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