Hace cincuenta años

(Antonio Montero Moreno – Cofundador y presidente honorario de PPC)

Se me pide que, como el más viejo del lugar, memorice los primeros pasos de Vida Nueva, medio siglo después de su publicación, por aquello de que la vuelta a las fuentes es el mejor garante de la propia identidad, en las personas y en los proyectos humanos. Eso que, en términos convencionales, suele llamarse carisma fundacional. Vida Nueva inició su andadura en enero de 1958, nueve meses después del Tratado de Roma, que dio origen a la Comunidad Europea; y otros nueve antes de la elección pontificia de Juan XXIII, quien, apenas asentado en la Sede apostólica, anunció la celebración del Concilio Vaticano II. Estábamos, pues, en uno de los momentos de mayor esperanza que registró el atormentado siglo XX. La Iglesia católica había iniciado su segunda mitad con el grandioso Jubileo universal convocado por Pío XII en 1950, que levantó los ánimos de la Cristiandad, después de la inmensamente trágica Segunda Guerra Mundial. Se registraban entonces en su seno una envidiable serenidad y un florecimiento vocacional sin precedentes, al tiempo que brillaban con luz propia una pléyade de grandes teólogos, de habla alemana o francesa; como Rahner, Von Balthasar, Cullmann y otros, entre los primeros; De Lubac, Congar, Danielou y otros, entre los segundos; en tanto que, en el mundo de las letras descollaban, en Francia Mauriac, Claudel y Bernanos; en Inglaterra Graham Greene y Bruce Marshall; y en Italia, Giovanni Guareschi. Todo parecía concertarse para que los años 60, los del Concilio, pudieran ser denominados como una Década prodigiosa.

En esa ola histórica y cultural nacimos a la edad adulta y a las primeras responsabilidades, en la Iglesia y en la sociedad, los cuatro sacerdotes con vocación mediática (entonces no se decía así), y los tres seglares periodistas, con decidida militancia católica, que concurrimos en la fundación de PPC. Nos unían providencialmente a los siete unas sensibilidades diversas y mutuamente enriquecedoras, junto al compromiso apostólico con la Iglesia y con la sociedad, en la cancha de las Comunicaciones sociales, que aún no se llamaban así.

Doy por sabido que en enero del 55 iniciamos juntos la aventura de PPC con la publicación de los folletos cuyo éxito inesperado y clamoroso nos obligó de inmediato a pasar, de grupo espontáneo a entidad institucional, en la forma de Asociación de fieles (Sodalicio entonces), aprobada por el Obispado de Salamanca con el nombre de Propaganda Popular Católica, abreviable en las siglas PPC.

Con la representación en su Consejo directivo, nos dieron su respaldo la Universidad Pontificia de Salamanca, los Sacerdotes Operarios diocesanos, el Instituto de Misioneras Seculares y la delegación en España de las Obras Misionales Pontificias.

Con semejantes pertrechos, abrimos en Madrid una Oficina central (Vallehermoso, 38), editora de los folletos PPC y de las publicaciones periódicas Incunable y Vida Nueva. Ésta, como continuadora de la revista Pax, de las Misioneras Seculares, con la que habíamos fusionado previamente otras dos: Reparación, de los Sacerdotes Operarios, y Ambiente, de los hombres de la Acción Católica Nacional.

Comenzamos a funcionar con Lamberto de Echeverría en Salamanca, catedrático en las dos Universidades, presidente de nuestro Consejo directivo y líder natural respaldado por todos; nos ayudaba, entre Toledo y Salamanca, su colega Casimiro Sánchez Aliseda, que moriría en accidente tres años después; Javierre estaba en Alemania, como rector del Colegio español de Munich. Los otros cuatro cofundadores que residíamos en Madrid tomamos a nuestro cargo la Oficina central de PPC con este reparto de funciones: Montero director; Orbegozo gerente; Pérez Lozano jefe de redacción; y Francisco Izquierdo director artístico.

Todos coincidimos en que el director pintiparado para Vida Nueva era José María Pérez Lozano, avispado periodista, buen escritor, novelista y cineasta, con renombre nacional a sus 32 años, cuando habían nacido ya cuatro de sus seis hijos. Como persona, era hombre creyente por los cuatro costados, entusiasta servidor de la Iglesia; sensible a la belleza en todas sus expresiones, bienhumorado y tierno, trabajador sin límites (a veces por presiones económicas) y un tanto sufridor de oficio, por los impactos de la vida. José María moriría prematuramente a los 45 años.

Complemento suyo inseparable y brazo derecho era Paco Izquierdo, el genio del grupo, dibujante integral, pintor de exposiciones nacionales, académico e hijo adoptivo de Granada; un humorista inimitable, de una alegría contagiosa, y muy querido siempre por la familia PPC. Nos dejó hace cuatro años.

Desde el primer momento fueron redactoras de Vida Nueva las que lo venían siendo de Pax desde Vitoria, María Luisa Luca de Tena, que hacía honor a su apellido, y Lola Güell, la decana por edad, finísima escritora para niños y adultos, autora del famoso libro Mamá catequista. Con todos ellos estuvimos al quite los periodistas, clérigos y laicos del grupo fundacional, salvo yo mismo que, como director de Ecclesia, tenía que respetar la autonomía y diferencia de ambas publicaciones.

Bien. ¿Y qué es lo que pretendíamos? Pues, ante todo, hacer algo diferente, que cubriera el espacio editorial no ocupado a la sazón por otras publicaciones religiosas de teología, espiritualidad, apostolado, documentación eclesiástica y acción social. Con algo de todo eso, ineludible en cierto grado para cualquier revista católica, pusimos nosotros el énfasis sobre el seguimiento informativo de la vida de la Iglesia, con el aire renovador propio de una nueva generación, y conforme al espíritu de PPC.

¿Cuál era ese espíritu? Pues, sin lugar a dudas, la unión de fuerzas de la Iglesia en el frente de la Comunicación, como pusimos de manifiesto en el Proyecto concertado poco antes entre tres curas y cuatro laicos, codo con codo en nuestra obra común. Así como también, según dije antes, nuestras Instituciones patrocinadoras. Mas, sobre todo, la concurrencia de miembros de diferentes Congregaciones religiosas y Movimientos laicales, incorporados en cargos directivos al programa editorial de PPC: operarios, jesuitas, marianistas, escolapios, Hermanos de la Salle, dominicos, etc.

Al hablar de espíritu abierto queríamos, más que nada, abstenernos de todo partidismo ideológico y tener el corazón tan ancho como el de la Iglesia; sin exclusión de personas, Instituciones o Grupos aceptados por ella e, incluso, dispuestos por nuestra parte a colaborar con ellos, aunque sin identificarnos con ninguno. ¿Utopía?

Nunca, ni de lejos, ha pretendido esta revista ser ni aparecer, ni oficial ni oficiosamente, la voz de la Iglesia; pero sí, una voz en la Iglesia; aunque siempre voz de Iglesia; o sea, desde dentro de Ella, y sin volar al propio antojo.

Este tipo de publicaciones son, más que convenientes, necesarias para el sano funcionamiento de la sociedad y también de la misma Iglesia. Han de contar con un ámbito de libertad y de correcto pluralismo, dentro de la obediencia de la fe y de la comunión eclesial.

El segundo director de Vida Nueva (1968-76), José Luis Martín Descalzo, definió ese compromiso en estos términos: “El grupo PPC era conciliar y tradicional antes del Concilio, y es tradicional y conciliar después de él. Cree en la necesidad de renovar la Iglesia, pero está seguro de que esa renovación sólo puede venir por un verdadero regreso a las raíces evangélicas. Ama y apoya los esfuerzos teológicos de profundización y los afanes pastorales de actualización, pero no gusta de las aventuras de quienes creen que la fe puede ser puesta a diario en el tablero de la duda… Acepta el ritmo forzosamente lento de toda renovación, que no quiera ser un simple cambio de nombre de las cosas. Sabe aceptar las lentitudes de la Jerarquía y de la comunidad, porque sabe que una y otra están compuestas de la misma masa humana mediocre de la que está formada nuestro grupo”.

Y, como va de citas, agoto la paciencia del lector, transcribiendo otra de mi propia cosecha, con ocasión, hace tres años, del cincuentenario de PPC: “Tal es nuestro horizonte en lo tocante al deber ser. Mas los idearios y cartas de identidad institucional corren el riesgo de dormirse dulcemente en las estanterías y en las carpetas. Aunque siempre será provechoso recurrir a ellos en momentos de desánimo, de confusión o de tensiones…”.

“Sirven también para la ‘purificación de la memoria’ en palabras de Juan Pablo II, cuando pidió perdón al mundo por los fallos e infidelidades de la Iglesia en el segundo milenio cristiano. Si la Iglesia lo hizo así, ¿cómo no hacerlo nosotros los responsables solidarios de una institución humana, con barro en las sandalias, manchas en las manos y nublados los ojos por el polvo de un caminar cincuentenario? Así lo hacemos sin remilgos ante Dios y los hermanos”.

Lo bueno, que es muchísimo, que lo ponderen otros.

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