Amar al enemigo: imposible, pero necesario

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El perdón, que ya es de por sí una actitud radical, extrema su radicalidad cuando se lo descubre como expresión del amor al enemigo.

Por dondequiera que se lo mire, contradice las tendencias naturales del hombre y hace caso omiso de ellas. Y sin embargo, todas las ilusiones de paz se desvanecen si el amor al enemigo no crea el clima propicio para la reconciliación.

Se vuelve así un imposible, factor necesario para la paz; y en Colombia está ocurriendo: lo imposible se está volviendo posible porque así lo exige la creación de la paz.

Para los militares colombianos no parece ser una situación traumática la que vivirán cuando, en vez de combatirlos, comiencen a proteger la vida de los guerrilleros que, hasta hace pocos días, miraban como enemigos. Jineth Bedoya en El Tiempo recogió expresiones como estas: “le demostraremos al país que somos capaces de garantizar la vida de los hombres y mujeres que fueron nuestros enemigos” (11-09-16).

La orden para muchos de ellos es la de proteger los lugares donde se concentrarán los guerrilleros en una etapa anterior a su definitiva reinserción en la vida civil.

Esta actitud hacia el enemigo ya había comenzado para los militares que hicieron parte de la mesa de negociaciones de La Habana. Sobre su tarea habló el comandante del Ejército, el general Alberto José Mejía: “por supuesto, al ser los guerrilleros nuestros enemigos, el sentimiento es muy difícil; negar que el alma se aprieta y el corazón se arruga sería mentir”. Lo decía con el mismo ánimo satisfecho de quien acaba de superar una gran dificultad.

Cuando se enuncia, en teoría, perdonar y amar a los enemigos, la actitud parece imposible; pero para los colombianos ese imposible se ha transformado en una condición indispensable para vivir en paz.

Amar al enemigo

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La filósofa judeo-alemana Hannah Arendt veía en el perdón una acción similar a la de hacer milagros, “ambos al mismo nivel y alcance del hombre”. A su vez, Derrida, citado por Paul Ricoeur, observa que “el perdón no es, ni debía ser, ni normal ni normativo, ni normalizador. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible, como si interrumpiera la corriente ordinaria de la temporalidad histórica”.

Tal es la magnitud del reto que los colombianos han tenido que afrontar, y no ha sido fácil. Es lo que se puede entrever cuando se oye el relato de María Teresa de Mendieta. Ella es la esposa del general Luis Mendieta, secuestrado por las FARC, durante 11 años, siete meses y 13 días. El dato, exacto como una cuenta bancaria, lo recita como una acusación.

“Lo correcto es que la persona que agredió pida perdón y sea honesta”. “El perdón tarda en llegar”, dice su esposa María Teresa. El general debe haberlo reflexionado muchas veces: “el perdón se debe merecer. Después se pasa a la reconciliación. Los responsables deben pagar de acuerdo con las normas nacionales e internacionales”. La suya es una indignación serena que parece darles voz a muchas de las víctimas.

Para otros, los que pudieron dejar atrás la carga de la ira, parece menos exigente el ejercicio del perdón. Fue el caso de Constanza Turbay, una de las primeras doce víctimas que llegaron a La Habana. Las FARC asesinaron a su madre y a dos hermanos suyos, y era lo que tenía en mente durante aquel receso en que Iván Márquez, el jefe negociador de las FARC, se le acercó para decirle: “Lo de las FARC con tu familia fue un error muy grande. Yo te pido perdón. Tu hermano Rodrigo era un gran hombre”.

Así comenzó lo que ella llamaría después como “el hecho más extraordinario que me ha pasado en la vida. Me sirvió para sanar parte de mi dolor; y pienso que a él le debió servir para intentar sanar parte de sus culpas”.

Un episodio parecido se vivió en La Habana cuando los parientes de los diputados del Valle asesinados por las FARC se encontraron frente a frente con los representantes de los guerrilleros. Anota el arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve, asistente a la reunión, que allí se pudieron sentir “todos los sentimientos encontrados: rabia, dolor, miedo, expectativas, todo se agolpaba en el alma de los representantes de las doce familias” (VidaNueva 155, p. 17). No parecía lógico que en ese estado de sufrimiento se pudiera llegar a la situación final: “el llanto fue estremecedor, pero detrás de él vino la serenidad, la liberación, la paz interior. ¡Se veía!”. Contra toda previsión se había cumplido el proceso: petición de perdón, concesión del perdón, apaciguamiento y cambio de actitud hacia los enemigos.

El enemigo pide trabajo

bucaramanga.govLos empleadores que al examinar las solicitudes de trabajo se han encontrado las de los desmovilizados de la guerrilla o de los paramilitares saben muy bien lo que implica el mandato de amar a los enemigos. En una sesión con empresarios colombianos, el responsable internacional de la Corporación Mondragón, Iñaki Elicegui, recordó el relato de una empresaria colombiana: “Decía que en su empresa habían hablado de la posibilidad de vincular a exguerrilleros como trabajadores. Varios se opusieron diciendo: ‘yo he sido amenazado, mis hijos han sido secuestrados’. Con el tiempo cambiaron. Uno dijo: ‘no lo veo claro, pero te apoyo’”.

En Medellín, una iniciativa de Sodexo, apoyada por Suramericana, por la alcaldía y por la Agencia Colombiana de Reintegración, ha dado empleo a 400 desmovilizados. La otra cara de esta realidad es que un estudio de la misma Sodexo mostró que, de 135 compañías, solo 20 aceptarían contratar desmovilizados. En efecto, el del amor a los enemigos es un mandamiento que se cumple en cómodas cuotas, de acuerdo con el interés y la disposición que crean los miedos y las desconfianzas de los empresarios. Cuentan más los prejuicios y las imágenes negativas que circulan por los canales de la opinión pública.

El exguerrillero de al lado

Es la explicación que tiene, por ejemplo, el resultado de la encuesta de Corpovisionarios a universitarios, del pasado mes de abril, en la que el 87% rechazó la posibilidad de tener como vecino a un desmovilizado guerrillero; el 88% no quería la vecindad de un exparamilitar.

Las cifras cambian cuando las preguntas se dirigen a empresarios.

El Centro Nacional de Consultoría les oyó decir sobre la posibilidad de darles trabajo. Los contrataría el 61% y les crearía un ambiente de acogida entre los demás trabajadores; el 21% también los recibiría, pero mantendría su pasado en secreto; solo el 11% los rechazaría.

En 997 hogares de 43 municipios consultados respondieron que aceptarían que sus hijos compartieran escuela con los hijos de los desmovilizados, en un 73%. Es un porcentaje que revela la existencia de un amor gratuito. Según Ricoeur esta actitud se calificaría como “el restablecimiento del intercambio en un plano no mercantil”. Otras encuestas han mostrado actitudes diferentes de rechazo y prevención que hacen pensar que en la sociedad colombiana se libra una lucha interna entre la aceptación y el rechazo, entre la desconfianza y la acogida confiada, entre la conservación de los rencores y las distancias del pasado y la apertura generosa a un nuevo modo de vivir.

Pero la cuestión no es escoger entre dos modos de vivir que ofrecen iguales posibilidades. En Colombia esa elección compromete el futuro porque se trata de rechazar drásticamente un pasado de violencia y de exclusión y de construir un presente distinto en el que el cambio esencial tendrá que ver con las relaciones con el otro. “Del amor se espera que convierta al enemigo en amigo”, anotaba Ricoeur.

Un asunto de comunicación

Para esa conversión del enemigo en amigo el obvio paso casi imposible de amar al enemigo es, sin embargo, imprescindible. Martin Luther King sugería las aproximaciones necesarias al decir: “la gente se odia porque se tiene miedo; y se tiene miedo porque no se conoce, y no se conoce porque no se comunica”. De esa comprobación resultan las actividades con que se logra la mutación de enemigos en amigos: comunicarse para conocerse.

Está disponible el instrumento: las redes sociales, pero utilizadas de otra manera que permita el acercamiento entre las personas en vez del curioseo sobre las vidas ajenas.

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Al acercarse las personas y compartir motivos de confianza, no le queda espacio al miedo. Las redes sociales se han mostrado eficaces para la convocatoria –lo demuestran las manifestaciones públicas convocadas después del 2 de octubre en Colombia–, existe allí el potencial para lograr objetivos aún más ambiciosos de comunicación, conocimiento y creación de cercanías que conducen hacia el gran objetivo de la generación de confianza, como sucedió en la Plaza de Bolívar de Bogotá a través de dos hechos de contenido pedagógico inteligentemente propuesto: el de las carpas que son a la vez plantón para presionar el funcionamiento rápido y eficaz de las mesas de conversación; y la creación de confianza en la convivencia de las carpas. A esta propuesta se agregó la iniciativa artística de Doris Salcedo, de esa inmensa cubierta blanca que cubrió la plaza, en que se unieron: el trabajo de hacer una unidad con trozos de tela, y de revivir los nombres de las víctimas con tinta de ceniza. Centenares de personas, con sus familias, hicieron causa común, se acercaron, se conocieron, trabajaron juntos, compartieron historias; así los distantes, desconocidos, quizás teóricamente enemigos, cambiaron a la condición de conocidos, y amigos.

Aunque visto teóricamente el amor a los enemigos parece contrariar la naturaleza vengativa y rencorosa de los seres humanos, en la realidad esa relación escoge cauces imprevistos. Es de una moral elemental que uno trata a los demás como quiere que ellos lo traten a uno; allí hay un principio de equidad que ha dado lugar a la regla de oro de la ética más antigua que, sin embargo, resulta cuestionada por el enunciado de Jesús, de un desconcertante sentido común, cuando reflexiona sobre el corto alcance de amar solo a los que lo aman a uno. Según Jesús lo nuevo y meritorio es ir más allá y amar a los enemigos, hacer el bien y no esperar nada a cambio.

Es lo que entendió Eduardo Chávez, uno de los líderes del M19, cuando tuvo delante a Ildefonso González, un coronel retirado en el curso de un culto de la iglesia Jezreel Central. Al verlo reconoció al enemigo mortal de ayer; entonces, cuando combatían uno contra otro, cada uno solo buscaba la muerte del otro. Allí, en medio de las oraciones del culto, todo había cambado: “le doy gracias a Dios por haber puesto a Eduardo en mi camino y por toda la capacidad de perdón que logré”, ha dicho el coronel Ildefonso. Los dos entendieron la naturaleza del perdón que es, ante todo, un don de la más alta calidad, que se otorgan tanto el que lo da, como el que lo recibe.

El don gratuito

obrerofielLo único que está a la altura de ese don es el amor al enemigo. La expresión es de Ricoeur: “parece que este mandato imposible del amor a los enemigos es el único a la altura del espíritu de perdón. El enemigo no ha pedido perdón, hay que amarlo tal cual es”. Y explica el filósofo que es un mandato en contravía de la Ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente y aún más exigente que la regla de oro de tratar a los otros como uno quiere ser tratado, porque en este caso se requiere reciprocidad mientras el amor al enemigo es completamente gratuito, no exige nada a cambio.

Es lo que les dicta su conciencia a colombianos como Campos Tello y a Melba Delgado. Los dos viven en Algeciras, un municipio del Huila a donde llegaron los guerrilleros de las FARC el 12 de noviembre de 1990, cuando se celebraba una competencia ciclística que organizaban los niños patrulleritos de la policía. La guerrilla atacó con explosivos la camioneta en que viajaban los niños y disparó a matar contra sus ocupantes. Allí murieron los hijos de Tello y de Melba, a quienes nadie ha pedido perdón. Sin embargo, de modo gratuito dicen: “yo perdono. Nada sacamos con almacenar odio”, “la memoria de los niños sigue viva en nuestros corazones”.

Ante una reacción así, adquiere toda su fuerza la reflexión de Hannah Arendt sobre la revolución de Jesús cuando, contra la doctrina de los escribas y fariseos, que dice que solo Dios tiene el poder de perdonar, el perdón, explica la filósofa, “lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios los perdone también. El hombre no perdona porque Dios perdona, sino que, si cada uno perdona, Dios lo hace igualmente”. Interpretación que ratifica el chantaje contenido en el Padrenuestro: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El perdón del orante se pone como medida del perdón de Dios.

Como dijeron los padres de los patrulleritos asesinados: “la memoria de los niños sigue viva. Ellos necesitan el perdón para que la vida siga”.

Esto vale en lo individual y es regla para la vida social.

La sociedad necesita de la gratuidad y la contundencia del amor a los enemigos. El perdón es un elemento necesario para la convivencia entre los seres humanos, por naturaleza imperfectos y necesitados de perdón.

Durante el pasado mes de octubre ese elemento se echó de menos cuando los acuerdos de paz resultaron rechazados por una mayoría que reclamaba una justicia vindicativa contra los guerrilleros entre otros reclamos.

Las discusiones sobre este punto de los acuerdos han revelado la existencia de una actitud que, sea por interés político, u obediente a un reclamo de venganza y desquite, o por una singular concepción de la justicia, borra de su horizonte toda posibilidad de una nueva mirada sobre el enemigo, que no sea la de destruirlo.

La existencia, en cambio, de un gran sector de colombianos para quienes la actitud hacia los enemigos de ayer debe orientarse por los principios evangélicos del amor a los enemigos, mantiene viva la esperanza de paz. Llegan a reunirse, en efecto, el amor a los enemigos y la esperanza de paz como elementos de una fórmula que abre las posibilidades del futuro. Es reveladora y diciente: la construcción de una historia más humana en Colombia pasa por tareas que parecen imposibles: el perdón y el amor a los enemigos. Ambas colindantes con lo imposible, pero las dos indispensables.

Javier Darío Restrepo

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