La guerra y la paz según las víctimas


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Clasificar a las víctimas según el victimario es someter el dolor a las mezquinas categorías partidistas

correoconfidencial

El encuentro de doce víctimas de nuestra guerra interna con los negociadores del Gobierno y de las Farc en La Habana, comenzó con un minuto de silencio.

Los doce habían llegado con temor, con incertidumbre y con esa amargura que nunca se agota porque parece manar de una fuente hecha de recuerdos, de tristezas, de rabias y de nostalgias. Todos estos sentimientos parecieron cederle el paso a la certeza que se impuso con la fuerza de un deslumbramiento: que en ese momento ellos eran a la vez la voz y la presencia de más de seis millones de víctimas.

Para Constanza Turbay, fueron sesenta segundos de una dolorosa lentitud en que regresó la voz de su madre en aquella reunión después del secuestro y muerte de su hermano: “no guarden en su corazón odios ni retaliaciones”. Lo dijo con la autoridad que le daba haber mantenido en el hogar un lenguaje sereno, siempre desprovisto del odio.

Cuando después, la propia madre y su hermano fueron asesinados, aquel consejo adquirió la fuerza de un mandato: “me propuse a mí misma ser un instrumento de paz”. “El único camino que conozco para librarse de la amargura es el perdón”, diría en una entrevista con Cecilia Orozco.

A una conclusión parecida ha llegado Luz Mery Estrada, a pesar del recuerdo doloroso de la madrugada de la quema, el 18 de octubre de 1998, cuando murieron quemados su esposo y su hijo. Todo esto sirve de fondo a la expresión de Luz Mery, dicha lentamente como si pesara en una balanza cada palabra: “Lo que yo he vivido no quiero que les pase a otros. En mi corazón no hay odio. Es más bien como una tristeza”.

Alfonso Mora perdió a su hijo policía en un absurdo enfrentamiento con una patrulla del Ejército. Ha vuelto a pensar, estimulado por el ambiente de este viaje, que está dispuesto a perdonar; pero al momento surge una condición: “con tal que me digan la verdad”.

Quiere perdonar con los ojos abiertos, mirando cara a cara al ofensor y sabiendo las razones de los asesinos para matar a su hijo. La verdad se le ha vuelto una necesidad.

Un cable a tierra

Allí están reviviendo ese momento de muerte que les cambió la vida, mientras los segundos pasan sin prisa, las víctimas de los falsos positivos, de las matanzas de los paramilitares. Leyner Palacios recuerda el día oscuro en que la iglesia de Bojayá, en donde se refugiaban centenares de personas, fue bombardeada dentro del enfrentamiento de guerrilleros y paramilitares. Janeth Bautista revive esos largos y duros años de búsqueda de su hermana desaparecida, cuando el ejército veía un enemigo en todos los que pensaban distinto.

Para ellos no importa tanto si el ofensor es paramilitar, guerrillero, policía o militar, al fin y al cabo a todos los iguala el acto de matar y destruir.

Constanza llamó a aquella visita a La Habana “la experiencia más trascendental que he tenido”. Allí hubo momentos que ella recuerda vivamente y piensa que serán imborrables, como aquel en que Iván Márquez abandonó  el grupo con el que hablaba y se le acercó para decirle que su hermano Rodrigo fue un gran hombre.

Entonces, ¿por qué lo mataron? -replicó ella con viveza.

Fue un gran error de las Farc y le pido perdón -dijo el guerrillero.

Le confieso, dijo en la entrevista con Cecilia Orozco, “que a mí me sirvió para sanar parte de mi dolor. Y pienso que así le debió servir a él para intentar sanar parte de sus culpas”.

La experiencia de La Habana, como lo demuestran los testimonios que allí se han producido, revela que la víctima, más que cualquiera elaborada dialéctica, es un cable a tierra para los negociadores y es una interpelación ineludible para los victimarios. La mirada de las víctimas hace ver toda la crueldad e infamia de los errores y horrores de la guerra.

Hay un intento de lucrarse políticamente, y de contaminar de odio la presencia de las víctimas en la teoría que divide a las víctimas según el victimario. Pero así como el hambre o el desempleo o la miseria no admiten colores políticos, el dolor de una víctima es, ante todo, un dolor, y esta es una realidad que excede las mezquinas categorías partidistas.

Así, las víctimas sin necesidad de discursos y dándoles expresión a sus sufrimientos, hicieron patente, ante los victimarios, la crueldad brutal e inútil de la guerra y el fracaso que, como sociedad, representa esta feroz realidad de 6 millones de víctimas que exigen una reparación y, sobre todo, una garantía de que el horror no se repetirá.