Editorial

Los cabos sueltos de la paz

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Los que tallan las piedras que se extraen de las minas de Muzo o Coscuez saben que deben internarse con cuidado por las distintas capas de piedra y de morralla hasta encontrar la luz verde que duerme en el fondo. Sólo los más expertos la obtienen.

Les está pasando algo parecido a los talladores de la paz en la zona esmeraldífera. Saben que la paz no la hacen los decretos ni las leyes y que tampoco es asunto de acuerdos firmados después de fatigosas conversaciones. El arzobispo de Tunja, monseñor Luis Augusto Castro lo dijo de manera gráfica, es asunto de todos o de nadie, por eso interpeló al clero, a las autoridades, a la ciudadanía, a las ONG: ¿qué pasó con la paz?

Después de la firma de unos acuerdos la población creyó resuelto el problema y se desentendió. Al parecer imaginaron que la paz quedaba entronizada en alguna parte, cuando la realidad es que la paz tiene que construirse y fortalecerse a diario porque no es algo que está ahí, sino una obra del espíritu individual y colectivo, que debe tener prioridad en la agenda ciudadana y pública.

Lo urgió el obispo de Chiquinquirá, monseñor Felipe Sánchez, al hacer cuentas que les demostraron a los boyacenses de la región esmeraldífera el alto costo de una guerra. Por eso la empresa de la paz en esa región y en Colombia es de todos o la paz no será de nadie.

Creer que la presencia de la fuerza pública da garantías de paz es equivocado. A lo sumo los militares y policías impedirán las acciones más extremas de la violencia, pero la paz es más que eso y por eso parece tan esquiva.

Cuando monseñor Héctor Gutiérrez se refirió al tema y señaló que la sensación predominante es que tras los acuerdos “siempre quedan cabos sueltos”, dio cuenta de una percepción que han dejado todos los procesos de paz: algo queda incompleto porque queda suelto ese cabo que tiene en sus manos cada persona.

La paz se hace a partir de actitudes interiores de la gente, con las que se debe crear un clima social de rechazo a la violencia, en una primera instancia, y de actitudes para vivir en armonía, después. Es una obra del espíritu y para hombres y mujeres del espíritu.

Es la razón por la que hombres como los obispos del país resultan imprescindibles en cualquier proceso de paz.

Con gran sabiduría pastoral ellos han tomado la posición que le corresponde a la Iglesia, que no es, ciertamente, la de los quehaceres de los políticos. Es una tarea discreta que se parece mucho a la de los talladores de esmeraldas. Ellos van en silencio, capa tras capa, por entre la morralla, hasta llegar a la luz que parpadea al fondo. Así es la paz: una luz en el fondo. VNC