Parábola de Navidad… esto no es un cuento

En el corazón, muchas veces, se me anida la nostalgia. No la del dolor y el deseo, sino otra, que no sabría con qué palabra designar. Se acurruca, como mi gato Chispas, y ronronea en ese espacio que le dejo entre mi cuerpo y el reposabrazos mullido del sofá de casa. Mi nostalgia está llena de bondad, de personas queridas y de recuerdos, de esos que construyen la vida. Uno se goza en la contemplación sosegada de la memoria.

La nostalgia que yo digo no duele, reposa y recrea, y las antiguas imágenes reaparecen de nuevo dejando reavivar el fuego del recuerdo de las cosas buenas vividas con sencillez y pobreza de espíritu. No vienen solas. Las acompañan siempre los sentimientos, aquellos que hacen que el corazón cambie de ritmo y entre en una quietud de bienestar y gozo. Y si todo esto lo pudieras compartir con otra persona, en una equilibrada charla en torno a una mesa y con nuestra bebida favorita, caliente entre las manos, sería un sublime momento.



Esto no es un cuento, ya tiene este tiempo demasiados tópicos típicos para enzarzarme en uno de ellos. Lo único que intento es recrear la vida desde lo que he vivido, desde el andamiaje que me hace ser lo que creo ser. Quiero construir una parábola, es decir, el esfuerzo de poner en paralelo las cosas sencillas de la vida, que es lo que realmente le dan sustento.

Por Todos los Santos volví a casa, a mi pequeña ciudad, que ya ni roza los dos mil habitantes, perdida en su sublime historia y en lo que antaño fue, pero que ahora comienza a naufragar en ese mar que llamamos España vaciada. Después de recorrer casi quinientos kilómetros llegué cansado y me encontré con las calles solitarias y empapadas en una bruma húmeda y melancólica.

La imagen nos hace olvidar la vida real, pero aún están ahí las personas que mantienen las luces y el fuego de sus casas encendido, las iglesias abiertas, algunos comercios y bares, incluso dos monasterios que luchan por mantenerse vivos y activos, aunque sean de vida contemplativa. En nuestros pueblos no debemos de fijarnos tanto en los números, sino en la vitalidad de las personas que los habitan.

Abrí la puerta de mi casa y se me presentó fría y vacía, como tantas y tantas de mis vecinos, que solo se abren en verano para soportar el bullicio de unas fiestas más propicias a los tiempos que corren que al origen religioso de las que beben su nombre. Sabía que lo primero era buscar en el desván el nacimiento de figuras de barro de mi primera infancia, allá en los comienzos de los sesenta del siglo pasado.

Chirrió la vieja puerta que me conduce a unas empinadas escaleras de madera, ya carcomidas por el paso del tiempo. El desván es el almacén de todo lo que sobra a lo largo de la vida, porque el uso o las modas lo desecharon en su momento. Sabía que tenía que estar ahí, entre sillas rotas, una cómoda y cajas de cartón cubiertas por el polvo del tiempo.

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