Tribuna

¿Vuelve la autoridad?

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Maria_ValgomaMARÍA DE LA VÁLGOMA | Profesora de Derecho Civil. Universidad Complutense de Madrid

Confieso que para mí, como para muchos de mi generación, la de mayo del 68, el concepto de autoridad, la palabra autoridad en sí misma, nos provocaba un rechazo visceral. Habíamos vivido en una sociedad autoritaria, con un gobierno autoritario típico de cualquier dictadura, maestros autoritarios, padres autoritarios, instituciones autoritarias, por lo que abominábamos de la autoridad. La consecuencia lógica era la que acabó produciéndose: pasamos de un extremo al otro, de una sociedad autoritaria a una sociedad permisiva. Y, como casi siempre, “en el término medio está la virtud”, término medio que aún no hemos sabido encontrar.

Si nosotros detestábamos la palabra autoridad, era porque la asociábamos a lo que teníamos: “mano dura”, orden, disciplina, represión. El “yo mando y tú obedeces” o el “porque sí”, sin explicación alguna, ante cualquier pregunta. No éramos ciudadanos, éramos súbditos; la obediencia era lo único que se nos exigía: en la familia, en la escuela, en la religión. Cuando querías saber algo, la respuesta era que obedecieras, no tenías que saber el porqué. “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia…”.

La-ultima-Tomas-de-Zarate-VN-2932Con este bagaje, no era tan extraño que tiráramos el agua del baño… con el niño dentro. Se impone ahora rescatar lo más valioso, rescatar al niño que nunca debió ser arrojado. Y lo primero sería darnos cuenta de que aquello no era autoridad, sino poder, puro y duro. Poder que, al contrario que la auténtica autoridad, se impone por la fuerza, sea la fuerza física o la fuerza de la ley, según los casos, pero que siempre suponía una imposición.

La auténtica autoridad, sin embargo, debe asociarse a la legitimidad, la dignidad, la excelencia de una autoridad o una persona, una cualidad interna que, externamente, se manifiesta por la ejemplaridad y el mérito por sus actos. Era lo que los romanos conocieron como auctoritas.

Muchas son las voces que tratan de recuperar esta idea de autoridad, la necesidad de acudir a ella. Una de las primeras y con más prestigio, con más auctoritas para decirla, fue la de mi admirada Hannah Arendt, quien afirmó, de una manera contundente: “Si desaparece la autoridad, desaparecen los fundamentos del mundo”. Ella había vivido el nazismo en carne propia, pero sabía que eso no era autoridad, sino una fuerza maléfica. Los fundamentos del mundo que, a su juicio, desaparecerían eran los del mundo democrático. La autoridad era necesaria, imprescindible.

Más recientemente, Sarkozy, siendo presidente de Francia, abogó desde todas las instancias por la vuelta de la autoridad. Y, actualmente, el país vecino, cuna de aquel vilipendiado mayo del 68, está en contra del petit roi, el niño rey, centro de atención único que acaba convirtiéndose en un pequeño tirano. Nuestros vecinos se están planteando, incluso, que vuelvan a las escuelas el saludo a la bandera, el canto público de La Marsellesa y el uniforme, cosas que hacía tiempo que se habían desterrado.

Ni una escuela autoritaria ni una escuela permisiva, pero sí la autoridad en la escuela. La autoridad, etimológicamente, viene de augere, hacer crecer, permitir el crecimiento, ¿cómo no va a ser necesaria, sobre todo en la familia, en la escuela?

El papa Francisco ha dicho que la autoridad, desde un punto de vista cristiano, es el servicio a los demás. “Sabed ejercer la autoridad acompañando, comprendiendo, ayudando, amando, abrazando (…), especialmente a las personas que se sienten solas, excluidas, áridas, en las periferias del corazón humano”. Esta recuperación de la autoridad, así entendida, me parece un magnífico programa para esta recién estrenada Cuaresma.

En el nº 2.932 de Vida Nueva