Tribuna

Una propuesta esperanzada a nuestro papa Francisco para la reforma de la Iglesia

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“No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestra vida… No perdamos la confianza nunca. No nos resignemos. No hay nada que Dios no pueda cambiar ni pecado que no pueda perdonar” (papa Francisco en la Pascua de 2013).

Dentro del espíritu de apertura, renovación y consulta eclesial que se aprecia en el anuncio de la próxima publicación del la nueva constitución apostólica, la ‘Praedicate Evangelium’, sobre la reforma de la curia vaticana y del gobierno eclesial en general, es desde donde me atrevo a elaborar este intento de colaboración, con la intención de aportar un granito de arena más a la reflexión.

Pienso no solo en la reforma de la colegialidad, sino en la de la corresponsabilidad de todos los bautizados, como acertadamente distingue y destaca el profesor de la Facultad de Teología de Vitoria, Jesús Martínez Gordo, en un reciente artículo publicado en Vida Nueva y titulado ‘De la Colegialidad a la corresponsabilidad’.

Discernimiento y diálogo autentico

Me impulsa exclusivamente el intento de contribuir, siempre desde la modestia, al discernimiento de la Iglesia y de nuestro papa Francisco, que ya ha dado abundantes muestras de facilitar el acceso a su persona de las aportaciones formuladas por sus hermanos en la fe. “El papa de la fraternidad”, le llamaron varios medios de comunicación del mundo al día siguiente de sus primeras palabras desde el balcón de la Plaza de San Pedro…

Esperanzado por la atmósfera de espíritu evangélico que desde Roma nos ha envuelto a todos, es por lo que me atrevo a hacer llegar estas reflexiones tanto al Papa como a mis hermanos y hermanas en la fe.

Y, sin más preámbulo, hago esta propuesta-pregunta a Francisco y a mis hermanos en la fe en la Iglesia católica: ¿por qué no construir a nivel de la Iglesia universal el mismo instrumento de diálogo fraternal y participación eclesial que ya existe, después del Concilio, a nivel diocesano: los consejos pastorales diocesanos? O bien, si esto no fuera posible por alguna razón, ¿por qué no pensar en la creación de una nueva e inédita Asamblea Consultiva Universal de la Iglesia Católica?

Carácter consultivo

Ese nuevo organismo eclesial estaría fuera de cambios radicales que afectaran al actual ámbito de autoridad episcopal y papal, porque mantendría el mismo carácter exclusivamente consultivo que tienen los consejos pastorales diocesanos. Pero daría voz, de forma orgánica y permanente (aunque fuera con una frecuencia menor que los consejos pastorales diocesanos) a la Iglesia universal real, al ‘sensus fidei’ eclesial, también real, que no es solamente el ‘sensus fidei’, por separado, de clero y obispos (aunque se rodeen de consultores laicos) y, por otra parte, de laicos (aunque con presencia del clero), sino el ‘sensus fidei’ que surge cuando dialogan los hermanos y hermanas, movidos por el Espíritu, en ambientes y estructuras de igualdad, sea cual sea su carisma y servicio en la Iglesia.

El Papa, durante el mensaje de Navidad a la Curia/EFE

Igualdad en cuanto al diálogo, no me refiero a igualdad en la capacidad de decisión o autoridad final. No se trataría, por tanto, ni de un Concilio ni de un Sínodo Universal como los que se han venido realizando en Roma desde el Concilio Vaticano II, cuyos protagonistas principales son los obispos (por mucho que haya presencias de laicos), ni de un Sínodo o Consejo de Laicos, donde los protagonistas son los seglares, sino de un ámbito permanente y universal donde dialogan todos, jerarquía y pueblo, clero/obispos/religiosos y laicos.

Y, por supuesto, en situación de cierta paridad representativa y numérica. Un ámbito donde nos sentiríamos ante todo Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Comunidad Eclesial Universal.

Un cambio en la vida real

No sería un cambio revolucionario en la estructura del poder de decisión en la Iglesia, pero sí lo sería en la vida real de la Iglesia. Sus consecuencias eclesiales positivas e innovadoras podrían ser enormes e impredecibles si todos nos dejáramos llevar por la acción de Dios, a veces, viento potente y arrebatador como en Pentecostés y, a veces, brisa suave como la que oyó el profeta Elías…, pero, siempre, tanto en cuanto nos reunamos en su Nombre. Es decir, en el espíritu del lavatorio de los pies de la Última Cena de Jesús, no como lo hacen los poderes de este mundo.

A mi entender, en la Iglesia católica actual, más allá de afrontar los asuntos concretos que le han hecho salir a la palestra de la opinión pública con especial relevancia en los últimos tiempos (casos de pederastia o abuso de menores, leyes sobre aborto o matrimonio de homosexuales o divorciados, conflictos con algunos teólogos, documentos de católicos de determinados países, crisis interna en el Vaticano, escándalos financieros o sexuales…), o más allá de abordar aspectos teológicos o pastorales concretos, se necesitaría sobre todo afrontar, de forma prioritaria, un discernimiento mucho más global y profundo sobre sí misma y sobre su fidelidad actual al proyecto de su único fundador y principal fuente de inspiración, Jesús de Nazaret.

Y lo necesita hacer en un ambiente, contexto y estructura de serena fraternidad e igualdad (sin por eso negar las atribuciones de la legítima autoridad eclesial), como bautizados y creyentes en Jesús, antes que llevarlo a cabo desde ningún otro contexto o perspectiva. En un ambiente, además, de atenta escucha, en oración comunitaria, como Iglesia universal, de esos susurros suaves del Espíritu del Señor que pueden sugerirnos caminos y puentes donde solo vemos muros, confrontaciones y fronteras, también dentro de la Iglesia.

Cuestiones pendientes

El Vaticano II fue un intento en esa línea que acabo de sugerir, pero los tiempos han corrido vertiginosamente desde entonces y la conciencia de “asignaturas o asuntos pendientes” de no poca importancia, que no pudieron resolverse ni entonces ni ahora, evidencia de forma más palpable la necesidad de afrontarlos en libertad y comunión evangélica. Con audacia y sentido de cuerpo a la vez.

Aún con Francisco siguen muchos temas importantes y urgentes pendientes de abordar desde hace décadas. La prudencia es una cosa y la falta de ‘parresía’, libertad y agilidad evangélica es otra.

Por otro lado, opino que, dentro de lo que hay que discernir, existen algunos asuntos que, por su importancia central y por ser condicionantes de otros muchos asuntos, han de ser afrontados con la mayor urgencia. Me refiero, sobre todo, a la forma de entender la praxis concreta de la comunión eclesial y, especialmente, del ejercicio de la legítima autoridad en la Iglesia en ese marco de comunión.

Por supuesto que en esta materia hay asuntos ya definidos, y claras y múltiples reflexiones teológicas y espirituales sobre el tema, pero ¿cabe dar algún paso más en la organización concreta de las estructuras participativas eclesiales en el marco de lo ya admitido teológicamente y magisterialmente? Creo que sí, y mi propuesta se sitúa en esa línea y en ese marco.

Desde la absoluta libertad

Debemos abordar ese asunto, por un lado, sin miedos, con total libertad de opinión y, por otra parte, sin visceralidad sectaria o reduccionista de unas u otras tendencias. No debemos dilatar más el tratar esta cuestión de la que tantas otras cuestiones dependen en la Iglesia: la articulación estructural de la corresponsabilidad como bautizados en el gobierno habitual de la Iglesia.

Como ya he dado a entender, no basta la reforma de la Curia vaticana que aborda, acertadamente, la ‘Praedicate Evangelium’, sino que se trata de la reforma del gobierno habitual de la Iglesia en general.

Incluso los grandes objetivos ya indicados por el papa Francisco, como el de una Iglesia pobre, de los pobres y para los pobres, no los puede llevar a cabo el Papa solo desde “arriba” (ni una Curia vaticana renovada ni unas conferencias o sínodos episcopales), sino que ha de ser toda la Iglesia desde abajo, junto con él y con ellos. No se podrán construir esos objetivos si no están precedidos o acompañados de un esfuerzo previo o simultáneo de discernimiento y diálogo eclesial conjunto a gran escala y en un ámbito de igualdad evangélica, no solo intencional sino estructural. Los actuales ámbitos organizados de diálogo eclesial creo que no bastan.

Aparte de que, cristianamente hablando, los cambios de rumbo en la Iglesia nunca deben ser impuestos al estilo de las dictaduras mundanas, sean cambios en una línea u en otra, conservadores o progresistas (palabras totalmente insuficientes y con frecuencia manipuladas, pero que utilizo para entendernos de alguna manera). Me atrevería a decir que, tanto o más importante que avanzar en la línea de una Iglesia pobre y de los pobres, es avanzar en la línea de una Iglesia unida desde el diálogo y la participación real.

Otro modo de ejercer el poder

Una revisión profunda de la forma de decidir y ejercer el poder y la participación en la Iglesia es tanto o más urgente que la revisión de la pobreza en la misma Iglesia. Solo hay un camino evangélico, en mi opinión, para tratar nuestras diferencias en la Iglesia en el asunto citado y en cualquier otro: el del diálogo comunitario en ambiente de oración e igualdad fraternal, respetando los diversos carismas en la Iglesia.

Es el camino magistralmente recordado y desbrozado por san Pablo VI en su encíclica ‘Eclesiam suam’. Hoy, todavía y a pesar del loable esfuerzo de Francisco, estamos lejos de lo soñado por Montini. Nuestra crisis eclesial es, en buena medida, una crisis de fraternidad y de diálogo.

Sobre la forma de realizar ese diálogo eclesial universal, se oyen voces de peso hace tiempo en la Iglesia. Hans Küng y el cardenal Martini, entre otros, hablaron de un Concilio Vaticano III, aunque luego Kung, en uno de sus escritos a raíz de la dimisión de Benedicto XVI, dijo que, aún mejor que un Concilio, sería una asamblea eclesial.

Rafael Díaz Salazar, profesor de Sociología y cristiano convencido, habla de celebrar el II Concilio de Jerusalén, reivindicando así el espíritu participativo y de discernimiento comunitario de aquel primer Concilio eclesial en Jerusalén y una visión más descentralizada y participativa de la Iglesia. Para él debería ser, además, un Concilio realizado en algún lugar del otrora llamado Tercer Mundo o, mejor, en países empobrecidos y excluidos.

El jesuita libanés Boulard habló, más que de un Concilio de la Iglesia católica, de un primer Sínodo Ecuménico Universal, precedido de sínodos ecuménicos territoriales. Y la plataforma eclesial Redes Cristianas, inspirada también en el espíritu del Concilio de Jerusalén, lanzó hace tiempo la propuesta de un proceso que culminara con la celebración de una Asamblea del Pueblo Cristiano con motivo, entonces, del 50º aniversario del Concilio Vaticano II.

Como primer paso, solo católica

Una asamblea, sin embargo, de características distintas a la que yo propongo aquí como una de las dos modalidades de mi propuesta. La asamblea de Redes Cristianas, si la he entendido bien, es de carácter ecuménico, y la que yo propongo, como primer paso, es solo de la Iglesia católica, aunque no excluye otras iniciativas similares de carácter ecuménico. Por otro lado, el papel atribuido a la autoridad eclesial en esa asamblea, y en su proceso de preparación, en la propuesta de Redes Cristianas es también distinto en mi propuesta.

En la propuesta que hago no se trata, como ya he dicho antes, ni de un Concilio, ni de un Sínodo, pero tampoco de un encuentro o asamblea eclesial que no tuviera carácter consultivo o fuera organizada sin la expresa autorización de la autoridad eclesial y sin su participación activa en la misma. Se trata solo de ampliar, a nivel universal, una estructura eclesial ya existente a niveles diocesanos: el consejo pastoral. Aunque dotándola, si es posible, de alguna característica especial que permitiera la implicación de los obispos como participantes activos y no como mero oyentes. Y, si esto no es posible, se trataría de la creación de un nuevo instrumento consultivo, la Asamblea Universal Consultiva de la Iglesia Católica.

Tampoco hablo de sínodos o encuentros ecuménicos, de los que no dudo de su necesidad, pero que no excluyen la necesidad, no menor, y quizás previa, de un gran diálogo interno, como Iglesia católica universal, organizado en base a representaciones de las Iglesias locales a todos sus niveles (laicos/as, religiosos, institutos seculares, presbíteros, obispos, movimientos apostólicos, comunidades de base, redes, comunidades parroquiales, etc) elegidos de alguna forma realmente representativa y participativa con las autorizaciones debidas de la autoridad eclesial.

Sus conclusiones no tendrían ningún valor de ley eclesiástica, pero sí un enorme valor moral y eclesial. Y podría celebrarse periódicamente, dentro de un marco de años prudencial.

Quizás cabría pensar, de forma más modesta o gradual, en empezar a realizar estos Consejos Pastorales a niveles más locales e intermedios entre la diócesis y la Iglesia universal (a nivel de una nación o continente, por ejemplo). Me pregunto por qué, si existen conferencias episcopales nacionales, no existen consejos pastorales también nacionales. En todo caso, sea uno u otro el camino o proceso elegido, no se pretendería llegar a conclusiones jurídicamente vinculantes, sino oírnos todos (realmente todos y todas las tendencias) como hermanos y en absoluto plan de igualdad.

El soplo del Espítitu

El Espíritu nos dirá el resto de lo que tenemos que hacer. El Espíritu del Señor es formador y forjador de la confianza mutua. Es tejedor de confianza. Y, si no tenemos confianza en nosotros mismos como Iglesia y en nuestra capacidad de entendernos, ¿qué confianza vamos a transmitir al mundo en nombre de Jesús para el entendimiento más amplio de toda la humanidad sobre asuntos aún más graves que afectan a la humanidad y a la Creación entera?

El Espíritu que nos otorgó Jesús con su muerte y resurrección es especialista en convertir dificultades en oportunidades. Ahora también. Yo siento que ese Espíritu nos está gritando a los que nos consideramos católicos, y a los cristianos en general, y quizás al mundo entero, algo así como: “¡Abríos! ¡Salid de vuestras trincheras teológicas, pastorales, sociales, políticas o ideológicas de un signo u otro! ¡No os mantengáis más en la dialéctica de autodefensa/ataque! ¡Reuníos más en mi nombre unos y otros con el único objetivo de escucharos atentamente entre vosotros y escuchar mi voluntad y proyecto sobre vosotros!”.

Un futuro esperanzador para la Iglesia no puede venir de seguir enfrentándonos y desautorizándonos unos a otros, de seguir con la condena o demonización maniquea de los “otros” que no piensan como los “míos”. Se trata de construir Iglesia y comunión, no del triunfo de nuestras respectivas tesis más o menos conservadoras o progresistas. Desde la igualdad evangélica real que no niega la legítima autoridad.

A mi juicio, lo más urgente en la Iglesia actual es establecer puentes y espacios de diálogo, interno y permanente, carentes de miedos, prejuicios mutuos o de ejercicios precipitados de la autoridad o de rechazo a la misma. Creo que el futuro de la Iglesia pasa por crear tejido estable (no puntual) de comunión. Con la forma que propongo o con otras que puede haber mucho mejores. Si logramos crear ese futuro de comunión real, todo es posible. Creo en el milagro de la fraternidad. Creo en Jesús y en la comunidad alternativa que vino a crear.