Tribuna

Una alianza fecunda

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura


“Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos”. Yo también estaba presente en la Plaza de San Pedro el 8 de diciembre de 1965 cuando Pablo VI lanzó su Mensaje a los Artistas. San Juan Pablo II retomó aquellas palabras al dedicar en 1999 su Carta a los Artistas, en la que mostraba la necesidad de reanudar una “alianza fecunda” entre el Evangelio y el arte.

LA-ULTIMA-tomas-de-zarate-VN2937Esta alianza duró siglos, como demuestran las palabras de Chagall, quien decía que “los pintores durante siglos han mojado sus pinceles en ese alfabeto de colores que es la Biblia”. Basta con hojear los tres gruesos tomos que Louis Réau publicó entre 1955 y 1959 sobre la iconografía del arte cristiano para documentar este incesante connubio entre arte y fe. Como sugería Ernst Hans Gombrich, esta iconología respondía a criterios bien precisos que no solo eran de índole estética, sino que tocaban también el corazón del mensaje. La propia teología era consciente de ello: uno de los primeros cantores del valor espiritual de las imágenes, san Juan Damasceno, invitaba a los no creyentes deseosos de conocer la fe cristiana no a un debate teológico, sino a entrar en una iglesia a contemplar las pinturas y las estatuas allí presentes.

De esta manera se codificaba esa via pulchritudinis que conducía de la belleza artística a la suprema belleza divina. Este camino ha sido siempre una suerte de fil rouge tendido a lo largo de los siglos y que recientemente ha vuelto a proponer Hans Urs von Balthasar con Gloria. El riesgo idolátrico, siempre al acecho, vigila sobre el nexo entre arte y fe, sobre la base de la célebre advertencia bíblica del Decálogo de que “no te fabricarás ídolos”, para evitar la postración frente al becerro de oro. Esta precaución degeneró en la iconoclasia en Oriente y, más tarde, en las expresiones más radicales de la Reforma protestante. Estas olas no pudieron cancelar el corazón del mensaje cristiano, o sea, la Encarnación.

Es ella la que hace visible a Dios, que en Cristo, como dice san Pablo, tiene su eikón, su “icono-imagen” perfecto. Sobre la base de este principio cristológico y antropológico, el arte adquiere una relevancia no solo estética, sino también teológica. Bajo esta luz se entienden las sugestivas palabras de la citada Carta a los Artistas de san Juan Pablo II: “En cierto sentido, el icono es un sacramento. En efecto, de forma análoga a lo que sucede en los sacramentos, hace presente el misterio de la Encarnación en uno u otro de sus aspectos. Precisamente por esto la belleza del icono puede ser admirada sobre todo dentro de un templo con lámparas que arden, produciendo infinitos reflejos de luz”.

Hay que reconocer que la alianza entre arte y fe se rompió hace tiempo. El arte dejó el templo, el artista relegó la Biblia a un estante polvoriento, siguiendo el camino “laico” de la contemporaneidad, huyendo de toda figura, símbolo o parábola sacra. Al mismo tiempo, el teólogo se ha dedicado exclusivamente a la sistemática especulativa que cree no necesitar símbolos ni metáforas.

No obstante, algunos archistar se han atrevido con la edificación del espacio sacro, aunque no siempre con éxito. Destaca Le Corbusier con la capilla de Ronchamp; otros son Aalto, Michelucci, Meyer, Siza, Ando, Botta, Piano o Fuksas. Más distante resulta la relación entre otras artes y la fe: la mayor parte de las veces colisionan por una provocación, como ocurre cuando temas sagrados se someten a una reelaboración más o menos “blasfema”.

En el nº 2.937 de Vida Nueva