Tribuna

Tras las huellas de Claret… en Cuba

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Nombrar “Cuba” para un claretiano significa evocar algo grande y profundo: el ministerio pastoral y misionero de san Antonio Mª Claret que llevó adelante en la sede primada de Santiago desde 1851 a 1857, fecha en la que fue llamado a la Corte para convertirse en confesor de la reina Isabel II.



A pesar del trabajo intenso, no cabe duda de que ha sido todo un regalo y una gracia. He tenido la oportunidad de atravesar toda la Isla contemplando la huella creadora de Dios en esa tierra en eterna primavera que es verde y fértil, rica y preparada para dar lo mejor de sí misma. He podido sentir el latido de un pueblo que celebra su fe viva y proclama su esperanza aun en medio de situaciones de dificultad y contradicción. Y, finalmente, he tratado de acompañar y ofrecer la luz de la Palabra que llama al discernimiento a los sacerdotes que, de un modo entregado y comprometido, caminan con un pueblo en ocasiones tan marcado por las llagas de la historia y el presente.

En este recorrido, he podido comprobar que la huella de Claret sigue viva en las urgencias pastorales de ayer y de hoy para llevar adelante la ingente obra de la Iglesia que peregrina en Cuba en medio de las tribulaciones del mundo y los consuelos de Dios: la evangelización, la formación de seminaristas y del clero, la catequesis, la solicitud por la familia, el cuidado de pobres en sus casas, presos en las cárceles y enfermos en los hospitales…

El Domingo de la Palabra de Dios (22 de enero) pude presidir la misa en la catedral de Holguín, allí donde en 1856 Claret derramó su sangre por Cristo, como rúbrica de su entrega misionera y su coherencia evangélica. Y, sin duda, figura de aquella con la que, ochenta años después, casi trecientos de sus hijos regarían las tierras de España en firme y heroico testimonio de la fe.

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