ANTONIO PELAYO | Corresponsal de Vida Nueva en Roma
“Estos años nos han dado muchas ocasiones de encontrarnos, de hablar, de comunicarnos experiencias, anhelos, aspiraciones que nos han enriquecido…”
Me piden unas palabras para despedirte después de siete años en la dirección de nuestro entrañable semanario Vida Nueva. Creo tener el privilegio –¡cuestión de edad!– de haber conocido y tratado como amigos a todos sus directores: José Mª Pérez Lozano, J. L. Martín Descalzo, Bernardino M. Hernando, Pedro M. Lamet, Vicente Guillamón, Charo Marín, Ninfa Watt, y tú, que has hecho el número ocho de tanta significación en el lenguaje bíblico.
- ESPECIAL: Despedida de Juan Rubio
No voy a decirte que así como Dios descansó al séptimo día después de la creación, tú también te has merecido un descanso (que será muy breve, de eso estoy seguro) después de unos años durante los cuales no has “creado” la revista, pero sí le has dado un nuevo impulso vital como ese dedo divino tan soberbiamente dibujado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
Dirigir una revista, en efecto, supone darle un “alma”, pulso, tensión, vigor, de modo que cuando llegue a manos del lector, este tenga la sensación de recibir un ente vivo, no una pieza proveniente del frigorífico o un resumen de cosas ya escritas, vistas u oídas en otros medios. Hay que sorprenderle, proporcionarle una emoción, acompañarle en su visión de la realidad.
Sin entrar mucho en detalles, creo, querido Juan, que tu septenio en VN ha significado fundamentalmente eso: volver a dar a su páginas una más vibrante calidad de vida, un seguimiento más apasionado de la realidad de la Iglesia, de nuestra España, de la cultura y los libros, de los acontecimientos de estos años en que han pasado tantas cosas. Desde Ratzinger a Bergoglio, el panorama y el paisaje han cambiado mucho y la revista ha estado ahí, en la brecha, para contarlo, para transmitirlo sin tergiversaciones ni manipulaciones. Ahí es donde se nota la mano de un buen director.
Estoy seguro de que es cierto lo que has dicho, que te vas con el alma tranquila; yo sé, sin embargo, que más de una vez has tenido la impresión de que te faltaban medios, de que desearías haber dispuesto de más gente, de que los que trabajamos en la revista hubiéramos dado más de nosotros mismos, de que desde fuera –y también desde dentro–, muchos no comprendieran el servicio que estamos prestando a la Iglesia, no a la jerarquía, sino a los cristianitos de a pie. Bueno, esa es la otra cara de la moneda por las muchas y justas satisfacciones que te llevas a la hora de dejar la mesa de tu despacho de director.
Una confidencia final: cuando fuiste nombrado director de Vida Nueva, no te conocía ni de nombre (perdona mi ignorancia). Por eso te recibí sin prejuicios y colaboré contigo desde el principio con el mejor de los espíritus. Estos años nos han dado muchas ocasiones de encontrarnos, de hablar, de comunicarnos experiencias, anhelos, aspiraciones que nos han enriquecido mutuamente.
Vaya por ello desde aquí mi agradecimiento y mis deseos de que la vida te depare nuevos empeños en esta nuestra tarea de ser una voz en la Iglesia –como tantas veces hemos repetido– que no busca prebendas ni títulos, y que se ofrece como servidora para alcanzar el difícil objetivo de ser levadura, grano de mostaza, pequeños, pero destinados a crecer y a fermentar la masa.
Juan, hasta pronto, arrivederci, que dicen por aquí.
En el nº 2.905 de Vida Nueva