Tribuna

Para un día de retiro, de Pablo VI

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura


Son poco más de veinte líneas, garabateadas con la refinada caligrafía que se le reconoce en seguida. Estamos en agosto de 1973, el décimo año de su pontificado, y probablemente en la residencia estiva de Castelgandolfo. Entre las múltiples actividades de los meses precedentes, Pablo VI había realizado algunos gestos significativos. El 5 de marzo presidió un consistorio en el que creó cardenal a su inmediato sucesor, Albino Luciani, fijando además en 120 el número de miembros del Sacro Colegio destinado a elegir al Papa.

Ilustracion: Tomas de Zarate (VN 2941)En aquel día de agosto el Papa se rodeó de silencio, haciendo pasar ante sus ojos el hilo del tiempo que se desarrolla según la tridimensionalidad del pasado (“ayer”), del presente (“hoy”) y del futuro (“mañana”). El tiempo es una de las categorías fundamentales de la Revelación bíblica que prefiere, como lugar de epifanías divinas, la historia al espacio, siendo aquella la cualidad que más se adhiere al hombre. Dios se revela en la maraña de los acontecimientos humanos. Bajo esta luz, el papa Montini comienza echando una mirada al ya lejano pasado, un horizonte de “seres queridos”, de “amigos buenos”, de “lugares amados y benditos” y de pequeñas “alegrías”.

Este horizonte tiene un pico altísimo que se evoca como “la gran y difícil elección, preestablecida y libre”. Esto es así porque la elección como sucesor de Pedro estaba ya escrita en el “diseño de mi vida”. De estas imágenes del pasado florece en el corazón de Pablo VI un doble sentimiento que se expresa en un binomio de terminología sugestiva: la “exultante gratitud” y la “implorante misericordia”.

Llegamos así al presente, que recoge el hilo del pasado y contiene el germen del futuro. Es fácil imaginarse lo inminente que resulta este presente para un papa, sobre todo para un alma sensible como era la de Pablo VI. A la acción divina debe seguir la respuesta del elegido, que el Papa retoma de la experiencia de Pedro, apóstol frágil, pronto a la duda, a hacer tropezar al propio Jesús, a traicionarlo. Cumplir con esta misión exige un “esfuerzo máximo”. No obstante, en este sufrimiento interior se abre camino una esperanza que es raíz de certeza y fuente de esperanza: Apparuit Simoni (visus est Cephae), escribe Pablo VI citando el encuentro entre san Pedro y Cristo resucitado según los textos del Nuevo Testamento. Aquel encuentro fue una epifanía que generó paz y dirigió al apóstol por el camino de su misión suprema.

Se abre así el telón del futuro que invita a alejar los pies del pasado, con la conciencia de que el cristianismo no es la religión de la nostalgia, sino la fe viva de la esperanza, es un caminar más allá de los “queridos recuerdos del pasado, el lamento del tiempo pasado, la nostalgia de las cosas que no vuelven”, como escribe Pablo VI. La figura ejemplar es la de Abrahán, quien “por la fe obedeció a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba” (Hebreos 11,8).

Pablo VI evoca el pasaje paulino de Filipenses 3, 13-14: “Olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús”. La mirada del Papa y todo su ser se orientan hacia ese “poco que queda” de su biografía para fructificar con plenitud el tiempo disponible. Domina sobre todo la última meta, el “pensar en la muerte”, vista no como frontera final, sino como un umbral abierto. De hecho, las últimas palabras son “esperar siempre” y “esperanza escatológica”.

El Papa se dirige con amor no hacia una meta terrena, sino hacia el eterno infinito de Dios. El sello que pone a esta meditación sobre el tiempo lo confía a las palabras de adiós que Jesús pronuncia en la última noche de su vida terrena en la sala del Cenáculo: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste” (Juan 17, 24).

En el nº 2.941 de Vida Nueva