Tribuna

María, la Theotokos

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En la tarde del 11 de octubre de 431, una multitud que vitoreaba con antorchas encendidas acogía a los padres que, reunidos en concilio en Éfeso, condenaron al patriarca de Constantinopla, el antioqueño Nestorio, por haber disputado la atribución a María de Nazaret del título de theotokos (la que engendra a Dios). Para Nestorio era preferible llamarla anthropotokos, es decir, madre del hombre Jesús, ya que una criatura humana no podía engendrar a Dios.



Su preocupación no era hacer de ella una diosa… Para poner fin a la controversia, también había propuesto llamarla Christotokos (la que genera a Cristo). Esta sugerencia le parecía insuficiente e inadecuada al intransigente Cirilo, patriarca de Alejandría. Había dirigido el concilio y, en ausencia de los delegados del patriarca de Occidente por una tormenta, consiguió la excomunión de Nestorio. Cuando los delegados llegaron, refrendaron las decisiones. Hoy la fama de Nestorio es muy distinta a la que le atribuyó Cirilo.

En este, como en otros casos, la distancia fue más nominal que teológica. En definitiva, más que un problema doctrinal lo que les dividía era un defecto de vocabulario. Por otro lado, la letra theotokos, traducida al latín con deipara, no significa “madre de Dios”. A ello se sumaron las teorías sobre la imposibilidad de que la criatura fuera sujeto activo y que consideraban a la mujer absolutamente pasiva en el proceso de generación. Como diría san Bernardo siglos después: María era un mero “canal”, un puro y único medio. Digamos también, una suerte de incubadora que se prestó a la concepción, crecimiento y nacimiento de la humanidad del Verbo.

Como mostró brillantemente la teóloga noruega Kari Børresen, cuando en la Edad Media se llamaba a María theotokos y “siempre virgen” o, más tarde, en el segundo milenio, “inmaculada” y “asunta”, no era para celebrarla a ella, sino al Hijo sirviéndose de teorías genéticas o sugerencias antropológicas hoy superadas. Aquí aparecen dos problemas. El primero está vinculado a Éfeso, la ciudad del concilio, y al patetismo con el que se sucedieron las cosas. El otro, más importante pero relacionado, se refiere al dogma cristológico, es decir, a la necesidad de que la comunidad creyente confiese a Jesús de Nazaret como verdadero Dios y verdadero hombre.

Éfeso

Hace algún tiempo me inquietó una película que pretendía mostrar cómo María de Nazaret, después de la resurrección de su Hijo, había seguido al discípulo Juan estableciéndose con él en Éfeso. Se proponía una especie de relato detallado de sus viajes a partir de la ‘Vida de María’ de Katharina Emmerick, una mística alemana que vivió en el siglo XIX. Con sinceridad y buena fe, la vidente conforma su experiencia respetando los tópicos culturales, la piedad y el sentimiento de su tiempo. Solo así estarían justificadas ciertas afirmaciones sobre prácticas piadosas, –vía crucis, viático, celebraciones solemnes presididas por el apóstol Pedro–, usadas siglos después a la muerte de María que, según la vidente fue a la edad de 62 años. Ninguna visión de nadie se ha tomado como prueba de hechos o afirmaciones sobre la fe.

Una amplia gama de apócrifos, llamados “asuncionistas” sitúan la muerte de María en Jerusalén. Esta tradición literaria, que se convirtió en patrimonio común alrededor del siglo V, hoy también parece estar respaldada por evidencia arqueológica. Pero ¿por qué la llamada “casa de María” todavía se visita en Éfeso hoy? Quizás conviene recordar que en esa ciudad se erigió un templo muy venerado dedicado a la diosa Artemisa. Los Hechos de los Apóstoles atestiguan cómo la nueva religión predicada por Pablo parecía peligrosa a los que vivían de su culto. Al grito, “Grande es Artemisa de los Efesios”, un tumulto obligó al apóstol a abandonar precipitadamente el ciudad. Y como la sepultura del apóstol Juan siempre ha sido objeto de veneración en Éfeso, parecía obvio asociar su tumba con el lugar donde habría vivido con María y donde la misma María habría muerto.

Éfeso fue uno de los lugares donde era palpable la sugerencia de lo femenino “divino”, es decir, una representación de la divinidad según simetrías de género, a pesar de todo un epígono de esa religión matriarcal de la diosa tan extendida en la cuenca mediterránea. Añado que las religiones del Libro son fuertemente patriarcales. Su figuración de Dios lo hace inequívocamente masculino y, donde algo se escapa o queda, está la furia como en el caso del Corán respecto a los llamados “versos satánicos”, sombra remota de un culto femenino. Artemisa es una deidad lunar del panteón grecorromano. Próxima a la Diana de los latinos, es solitaria y audaz cazadora, diosa virgen indiferente a la seducción. El símil de la diosa efesia aún no tiene una interpretación certera. Está cubierta hasta la cintura con protuberancias redondeadas, interpretadas tanto como senos como testículos de toro. Evoca un femenino poderoso y sensual.

Encarnación y redención

En esta ciudad es donde se desarrolla una particular devoción a María. Habiéndose convertido en un culto reconocido y admitido por el imperio, el cristianismo también dedicó lugares de culto a la madre del Señor. A menudo, los templos dedicados a las antiguas diosas han experimentado lo que en antropología cultural se denomina “transculturación”.

Excluyendo a las mujeres de lo divino. ¿Quién mejor que la madre de Jesús podría sublimar esta situación? ¿Cómo no entrelazarlo con ese sentimiento mediterráneo huérfano y seguidor de la Gran Madre? ¿Y cómo no adquirirlo para este fin, potenciándolo hasta el exceso? ¿No es acaso la joven de Nazaret la que engendra al Hijo de Dios en la carne? ¿Y no es la maternidad lo que da sentido a las mujeres? ¿Y quién más que ella puede ofrecer una poderosa representación de ello? ¿No se aplican a ella los adjetivos de Cibeles, la antigua diosa anatolia de la naturaleza y de la diosa egipcia Isis?

Así, pareciera que la necesidad de un correctivo al patriarcado combine la teología y el sentimiento popular. Pero, en realidad no es así. La teología interioriza y sublima el patriarcado. Llamar a María theotokos no hace alusión a su poder maternal, sino que sanciona su relación funcional con el Hijo, que, como “nacido de mujer” garantiza la encarnación. Si el Verbo no hubiera sido generado en la carne, no podríamos hablar de encarnación y redención.

La controversia cristológica

El discurso no es sencillo. Los evangelios sinópticos indican a María como la madre de Jesús, término que encontramos también en Juan. El Evangelio de Lucas la perfila según el canon más auténtico del discipulado. En su Evangelio de la infancia se afirma que María guardaba los acontecimientos en su corazón. Para corregir el elogio que dirige a María una mujer anónima, –¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!–, Jesús contrapone a la maternidad física loada los valores del discipulado: acoger la palabra de Dios y ponerla en práctica. Según Lucas, estas son las actitudes que caracterizan a María de Nazaret.

Como prueban los evangelios y los apócrifos de la infancia, la atención hacia la madre de Jesús no es inmediata. Al principio el centro es la buena noticia de Jesús de Nazaret que anuncia el Reino de Dios. Él, crucificado y resucitado, está ahora en el corazón del Evangelio que recoge sus palabras y sus gestos. La comprensión de Él, hijo de Dios, nacido de mujer, justifica la atención a quien lo engendró y a cómo fue su nacimiento. Los Evangelios dicen poco sobre María. Testimonian una especie de ruptura entre Jesús y su familia de origen y nos ofrecen pocos elementos destinados a decirnos quién es esta familia, casi como para mostrar la incongruencia entre aquellos a los que pertenece, los gestos que cumple y las palabras que pronuncia.

Es el dogma cristológico el que pone en juego a María. Frente a la gnosis y su desatención a la corporalidad, hay que afirmar que el de Jesús es un nacimiento verdadero, inscrito en el poder de Dios, sin la participación del hombre. De ahí su lectura en clave virginal, en clave antignóstica, ya en el siglo III cuando algunos Padres afirmaban la concepción de Jesús como virginal pero no su nacimiento. En el esfuerzo por resolver el nudo cristológico, el epíteto theotokos lucha por ser aceptado. Basta señalar su ausencia o escasa recurrencia en los Padres. ¿Cómo podría la naturaleza humana generar lo divino? Y, por otro lado, afirmar que María engendra solo la humanidad de Jesús supondría oponer o yuxtaponer humanidad y divinidad. Es el peligro que subyace a los términos antropotokos y christotokos, cada uno en su unilateralidad.

Elementos culturales

No entraré en detalles sobre los méritos de las diferentes posiciones. La controversia cristológica comprometió a las Iglesias a lo largo de los siglos tercero y cuarto. Se produjo un florecimiento de herejías destinadas a minimizar la relevancia de la humanidad en detrimento de la divinidad o de la divinidad en detrimento de la humanidad. Para Cirilo de Alejandría, solo el término theotokos garantiza la co-presencia de la humanidad y la divinidad en la sola persona del Verbo. Sin embargo, encarna una devoción primitiva e incondicional, una concepción de la madre del Señor al menos en el imaginario popular.

En el fondo están el culto a Isis y Cibeles. Nos guste o no, estos elementos culturales animan una polémica teológica muy delicada que no se resolvió en el Concilio de Éfeso, sino en el de Calcedonia (451). A pesar de la distinción entre las dos naturalezas, se considera legítimo atribuir a la humanidad lo que connota divinidad y viceversa. Por eso María de Nazaret, la madre de Jesús puede llamarse theotokos, título que por primera vez se incorpora a una definición conciliar. Enseña que el Hijo es perfecto en humanidad y perfecto en divinidad, verdadero Dios y verdadero hombre, de la misma sustancia que el Padre según la divinidad y de nuestra sustancia según la humanidad, que por nosotros los hombres y para nuestra salvación fue engendrado por María virgen, madre de Dios (theotokos).

A partir de este momento, María será venerada y cantada como la theotokos, pero llevando la expresión más allá al llamarla meter theou, “madre de Dios”. En esto somos consecuentes con el dictado de Calcedonia, es decir, con la posibilidad de usar indistintamente expresiones y atributos, no para confundir humanidad y divinidad, sino para afirmar su co-presencia en la única persona del Verbo. Que el torrente en pleno caudal de la devoción se eleve o sobredimensione es otra cosa. No obstante, la joven de Nazaret ofrece un misericordioso correctivo a una religión que amenaza con eliminar lo femenino.

*Artículo original publicado en el número de diciembre de 2022 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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