Tribuna

Las religiosas de clausura no somos mujeres enterradas vivas

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¿Mujeres enterradas vivas? ¿Es esta la imagen que tiene de nosotras la sociedad de hoy? Hablar de cultura en los monasterio parece absurdo. Y, sin embargo, se encuentra, pero solo cuando los prejuicios están muy arraigados en la ausencia misma de la cultura. Se podría recorrer la historia de las religiosas que respiraban cultura en los monasterios: desde la romana Marcella a la suiza contemporánea Silja Walter, pasando por la gran Hildegard de Bingen, sin embargo, el dominio directo sobre el tejido monástico actual es más creíble y disipa la leyenda de la no vida de las enterradas vivas.

La mujer monja de hoy no tiene nada que envidiar al monje varón: el proceso teológico no conoce diferencias de género ni capacidad cerebral. Algunas anécdotas ponen de relieve la necesidad de una cultura bíblica y teológica para no dejar en un pantano de ignorancia a los que, buscados por Dios y buscándole, necesitan alimentarse de una fe reflejada. Una religiosa de una familia rica, educada en colegios exclusivos, con la huella de la escuela ‘femenina’, descubrió la Palabra de Dios en la Biblia. En el monasterio no se las daban a las hermanas, así que ella contactó con un amigo sacerdote que le hizo reunirse con el presidente de la Asociación Bíblica ¡y así la Biblia cruzó el sagrado recinto!

De ahí, no defender la tesis que dice que Ambrosio nació en Roma ¡y que Benedicto y Francisco vivieron en el mismo siglo! Ahora las jóvenes generaciones –¡porque existen!– llegan al monasterio no para enterrarse vivas, sino para vivir plenamente. Si por la mañana el trabajo doméstico ocupa todo el tiempo, la tarde, en la soledad de la celda, se pasa con en el ‘studium veritatis’, en el ‘studium amoris’.

El ritmo monástico

El rostro de Cristo incide en la historia de la joven religiosa y se refleja ubicuamente, porque la Palabra se refleja en todo el universo a través del microcosmos de la persona que ora. Así se cambia la historia, si se entra en sus nudos cruciales, se encuentra su significado volviéndolo hacia el resucitado. El camino bíblico y teológico puede conocer las etapas (¡fatales!) de los exámenes, pero también puede no conocerlas porque la meta no está representada por un título, sino por el agua viva que gorgotea dentro y corrobora el ritmo monástico diario.

De gran ayuda son los cursos a distancia que permiten permanecer en silencio y soledad mientras uno se vuelca en el estudio. Divertido (¡pero también ofende un poco!) cuando durante un examen te sientes interrogado: “¡Mire directamente a la cámara!”. Parece que hubiera un teleprónter que facilitara el interrogatorio. Quienes lo hacen no se han dado cuenta de que el estudio para las monjas es perfectamente libre. No es importante jactarse de un título u obtener una cátedra, sino ser transparente al misterio de la irrupción de Dios en la historia: en la contemporánea que encuentra respuestas; en la personal que responde como mujer del siglo XXI, graduada y cualificada para su profesión.

¿No es así como cae el problema de la “distracción”? ¿Dónde por distracción se entiende todo lo que se desvía de la presencia de Dios en la Palabra y en la Eucaristía? Un verdadero conocimiento no distrae, sino que lleva a profundizar, a dejarse traspasar por el misterio, no a reducirlo a nuestro cerebro, sino a llevar, quizás con dificultad, nuestro cerebro al plano del infinito y del absoluto. Así se establece otra relación con la historia, la de los acontecimientos cotidianos que afectan a la vida del cosmos, del planeta, de Europa, para llegar al microcosmos del propio monasterio.

Una respuesta eficaz

Lo concreto de los hechos requiere una respuesta eficaz que sepa cómo convertirse en levadura y en una auto obligación. No significa leer todos los periódicos y llenarse de cotilleos. Como sucedería si el prejuicio de los cotilleos estuviera relacionado con lo específico de lo femenino. Se camina al lado de toda la humanidad, no en nubes imaginadas sino en realidades compartidas y sufridas al mismo tiempo. La religiosa no está obligada a seguir las huellas mortificantes de trabajos serviles exclusivos, en los que la savia del pensamiento y del conocimiento se conservan y se encierran en un frasco para que solo el alma pueda respirar y levitar.

Según la enseñanza del teólogo Ratzinger, la persona que hoy está abierta al infinito, viene tocada y dejada libre para adherirse. El camino de la belleza solo puede enamorarse y transportar. Así caen las antiguas vestiduras, un legado de etiqueta del pasado y de los tiempos polvorientos, y deja espacio para una creatividad que escucha la Palabra y gasta su arco de historia para entrar en ella cada vez más profundamente.

El tiempo necesario para leer, para saborear los grandes textos de nuestra tradición, forja a una joven que no se limita a los servicios más bajos porque está segura de vivir en humildad y de obtener las gracias del Señor. Esta concepción es estéril porque humilla a la mujer y no la hace florecer por lo que es: una persona pensante. El mundo monástico requiere servicios de trabajo manual, pero ¿no cuenta en el fondo la postura interior que hace que cualquier servicio esté impregnado de lo absoluto?

Aún sentimos el triste peso de una cultura masculina en la que las religiosas son como engranajes de trabajo, manos laboriosas y eso es todo. Hay que derribar algunos muros y, tal vez con las manos desnudas, hacer algunas aperturas, solo así adquiere toda su luz la definición de la religiosa Hans Urs von Balthasar: “He encontrado a Dios”. El testimonio se hace visible a los ojos de la fe y a quien se le descubre pensando.