Tribuna

La mujer-madre: del cielo al desierto

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El signo de la mujer ha sido fuente de inspiración de los artistas y objeto de investigación de los exégetas. Presentamos aquí una nueva interpretación a la luz de las palabras de Juan. Por eso, haremos un lectura pausada y detenida del texto.

Después de que la tierra se ha visto agitada por una tormenta y un terrible terremoto (Ap 11,19), Juan nos cuenta: “Una gran señal apareció en el cielo (Ap 12,1a)”, y así nos prepara para contemplar una nueva visión, diferente a las demás. Primero nos anuncia que se trata de un fenómeno extraordinario: una gran señal y después nos explica que acontece de forma inevitable, como algo ajeno al vidente, pues no usa la fórmula ‘y vi’ que emplea en otras visiones, sino ‘apareció’, literalmente ‘fue vista’, ya que en griego encontramos la forma pasiva del verbo ver: ‘ofthe’.

Esta expresión ‘apareció o fue vista’ aparece en el Antiguo Testamento en contextos específicos donde se introduce una teofanía. Así con tan solo tres palabras Juan nos anuncia que lo que vamos a contemplar es algo realmente fuera de lo común, que procede de Dios y que tanto Juan y como nosotros, la comunidad que lee o escucha el Apocalipsis, tenemos el privilegio de ver.



Antes de que comience la visión, el vidente menciona el lugar donde tiene lugar ese signo extraordinario: el cielo. La mención del cielo supone un notable e inesperado cambio de escenario, pues en los versículos anteriores hemos contemplado una tremenda tormenta acompañada de un gran terremoto. Nuestra mirada por tanto debe dirigirse hacia el cielo. El cielo es presentado en el Apocalipsis como el espacio creado por Dios (Ap 10,6), donde Él habita junto con su corte celestial y sus ángeles (Ap 4,1-6; 10,1). Es en este cielo, el espacio donde Dios y los ángeles habitan, donde se enmarca la visión.

A continuación, el vidente nos describe en qué consiste ese signo extraordinario:“una mujer envuelta en el sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”(Ap 12,1b).

Quizás la aparición de la mujer en el cielo no resulta tan impactante para el lector moderno, no así para Juan y la comunidad que escuchaba el Apocalipsis. Como sabemos, la mujer no solía desempeñar un papel relevante en las comunidades judías, ni tampoco en las nacientes comunidades cristianas. De hecho, hasta Ap 12,1 la mujer no ha sido protagonista de las visiones. Juan ha visto a Dios con su corte celestial, ha visto al Cordero, los cuatro jinetes, la plaga de langostas, los dos testigos etc., pero no una mujer.

De hecho, el vidente solo menciona una en la carta a la iglesia de Tiatira (Ap 2,20): Jezabel, y lo hace en sentido negativo, pues enseña a los creyentes a prostituirse. La otra perícopa donde se nombra a la mujer es para describir los cabellos de las langostas (Ap 9,8). La presencia, pues, de la mujer resulta novedosa. Juan permanece absorto ante ella y, como balbuceando, empieza a describir poco a poco su peculiar atavío.

La técnica descriptiva de Juan es la misma que utiliza en otras descripciones de personajes con el fin de dar realismo y veracidad a su relato: tras indicar el lugar donde acontece la visión e identificar al personaje, describe lo que ve y concretamente lo que resulta más llamativo. En este caso, el sol que la envuelve, los pies y finalmente su cabeza.

La primera pregunta que surge es si la traducción de ‘envuelta’ es la adecuada o si debía se ‘vestida’ como proponen la mayor parte de las traducciones de la Biblia. Ambos significados están constatados en griego clásico y en el griego de la Septuaginta para el verbo peribállo. Aunque desde un punto de vista poético, ‘vestir’ podría parecer la interpretación más adecuada, sin embargo, el verbo griego peribállo no va acompañado de un complemento que se refiera al vestido como túnica o sábana que sí encontramos en otros textos del Nuevo Testamento (Mc 14,51; 16,5; Jn 19,2; He 12,8; Ap 3,5) cuando significa ‘vestir’.

En Ap 12,1 el verbo es acompañado de un elemento del firmamento como sucede en Ap 10,1 (vi un ángel peribebloménon envuelto en una nube). El complemento es determinante para establecer el significado. Por esta razón, el significado del verbo peribállo es ‘envolver’, es decir, ‘cubrir una persona parcial o totalmente ciñéndolo con una cosa’. Esta interpretación es más coherente con el realismo que Juan pretende dar a su visión, ya que dentro del marco del relato donde Juan transmite una experiencia mística es posible que el vidente contemple en el cielo una mujer rodeada por el sol.

Después Juan se fija en sus pies como en otras descripciones de personajes donde los pies sobresalen por alguna razón (Ap 1,15; 2,18; 10,1-2; 12,1; 13,2). Los pies en el Apocalipsis forman parte de una expresión que indica sumisión y respeto: postrarse a sus pies o ponerse en pie (Ap 1,17; 3,9; 11,11; 19,10; 22,8). Curiosamente Ap 12,1 integra ambos usos, aunque el último en sentido inverso: los pies describen a la mujer, pero a su vez indican la soberanía que ejerce sobre la luna. Esta aparece bajo sus pies y, por tanto, sometida a la mujer.

Con respecto a la corona, la corona aparece 8 veces en el Apocalipsis. Unas veces la corona es signo de victoria o recompensa (Ap 2,10; 3,11; 6,2), como la que recibían los atletas tras su competición; otras, elemento integrante del culto y del sacrificio (la corona de los 24 ancianos, Ap 4,4.10), también es parte de un símil (Ap 9,7) y, finalmente, la corona es signo de autoridad (Ap 14.14).

Por el contexto podemos deducir que la corona de la mujer pertenece a este último tipo. La corona que adorna su cabeza es símbolo de realeza y de autoridad. La mujer, por tanto, es presentada como reina del cosmos, con palabras de Adela Yarbro Collins.

Junto a los elementos analizados (la figura de la mujer, sus pies y su cabeza) aparecen el sol, la luna y las estrellas. Si se tiene en cuenta la tradición bíblica, la mención de esta triada es una audaz expresión: el sol, la luna y las estrellas son las tres criaturas celestes creadas por Dios (Sl 8,4) que se habían postrado ante José en sueños (Gén 37,9); a las que, más adelante, Dios prohíbe rendir culto (Dt 4,19) y, por eso, castiga a quienes le desobedecen (Jr 8,2).

Frente a esta lectura, el libro de los Salmos se apoya en ellas para que el orante exprese su alabanza a Dios (Sl 148,3: alabadle, sol y luna // alabadle, todas las estrellas radiantes). En Ap 12,1 el sol, la luna y las estrellas engalanan a la mujer, le otorgan su resplandor, pero aparecen sometidas a ella como en Gn 37,9. La soberanía y autoridad de la mujer es innegable.

Muchas han sido las interpretaciones que ha recibido la mujer de Ap 12,1. En ella se ha visto la figura de María, de la naciente comunidad cristiana, de la Iglesia, etc. A mí me gustaría proponer hoy otra diferente, teniendo en cuenta que, esta visión se nos presenta (‘apareció’) hoy invitándonos a contemplarla y a reflexionar sobre ella. La clave de mi interpretación son las palabras que Juan añade inmediatamente después: ‘está encinta’ (Ap 12,2). Estas palabras explican el sentido de ‘la gran señal’.

¿Acaso la mujer en el cielo, la mujer envuelta en el sol no expresa los sentimientos y el estado de la mujer que descubre por primera vez su maternidad? El hijo es su sol, pues, alojado en su seno, la envuelve completamente, la transforma e incluso la embellece hasta tal punto que Juan se olvida de decirnos que está embarazada. El resplandor del sol que emana de ella es el reflejo de su maternidad. Ella se siente efectivamente en el cielo mientras ejerce su dominio sobre la luna.

La luna en el mundo bíblico está directamente relacionada con el calendario civil en el antiguo Israel y, por tanto, con el quehacer diario. Este queda sometido a la mujer, relegado a un segundo plano, pues la prioridad es su hijo. En su cabeza ya solo rondan doce estrellas: sus ilusiones, sus deseos, sus sueños sobre ese hijo que va a nacer. La mujer en el cielo es, pues, la mujer–madre. Es su maternidad la que la convierte en la reina del cosmos ¿qué mayor realeza y mayor poder que la capacidad de concebir, gestar y dar a luz una nueva vida?

Sin embargo, la contemplación de esta bella escena dura unos instantes y como sucede en la vida real, tras la ilusión del embarazo, se sucede el dolor del parto. Curiosamente dejamos de contemplar a la mujer y en cambio, ‘oímos’ los gritos del parto. Juan recurre a una imagen acústica, el grito de dolor para otorgar de nuevo realismo al relato, pues no hay parto sin dolor (al menos en la antigüedad): “grita al sufrir los dolores del parto y los tormentos de dar a luz” (Ap 12,2).

Inmediatamente después la mujer del Apocalipsis da a luz en el cielo, donde inesperadamente aparece un dragón que pretende devorar al hijo apenas nazca (Ap 12,4). También hoy la dicha de la mujer que va a ser madre se ve amenazada. Siempre hay un dragón: el dragón de una estructura social que dificulta el sostenimiento y la educación del hijo, el dragón del puesto de trabajo que amenaza con un despido, el dragón del padre que rehúsa su paternidad, el dragón de la comodidad que ve el hijo como una carga, el dragón de la banalidad que contempla al hijo como una equivocación.

No obstante, el amor es más fuerte que el terror y la mujer da a luz, pero su hijo le es arrebatado (Ap 12,5). Tras perderlo, asistimos a un cambio drástico, frente a la mujer reina del cosmos, contemplamos ahora una mujer indefensa que tiene que huir. El cielo ya no es un hábitat posible, su sol le ha sido arrebatado junto al trono de Dios (hoy es la vocación del hijo; el trabajo; la enfermedad; la muerte). Por ello huye al desierto, el único lugar que responde a lo que siente por la pérdida del hijo: “Entonces la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios, para que allí la alimenten durante mil doscientos sesenta días” (Ap 12,6).

El desierto es siempre un lugar inhóspito. Así lo describe el libro de Deuteronomio: ‘grande y terrible, con serpientes venenosas y alacranes, por un secarral en el que no hay agua’ (Dt 8,15). En efecto, el calor, la intensidad del sol, la ausencia de agua, de vegetación, de personas hacen que la vida sea un desafío y que sienta la soledad. Sin embargo, el desierto en el mundo bíblico no siempre encierra connotaciones negativas:

El desierto es un lugar de refugio. Agar buscó el desierto para librarse de Sara (Gn 16,7), como también Moisés ante la persecución del faraón (Ex 2,15-3,1) o Elías ante Jezabel (1 Re 19,4). Es en el desierto donde el profeta recibirá alimento y fuerza para volver y llevar a cabo la misión que Dios le pide (1 Re 19,5-16).

El desierto es lugar de reflexión, de renovación interior, de reestrenar el amor. Son significativas las palabras que Dios dirige a su pueblo: ‘Yo mismo la seduciré, la conduciré al desierto y le hablaré al corazón’ (Os 2,16) y es allí donde renovará su alianza: ‘Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor’ (Os 2,22).

Esta imagen del desierto como refugio, como lugar de reflexión, es la que parece hacerse presente en Ap 12,6, ya que la mujer no se dirige a cualquier parte del desierto, sino aquél que Dios le ha preparado. Es allí donde la mujer aceptará la pérdida del hijo. Pero necesita tiempo, tiempo para recuperar como Elías sus fuerzas y descubrir un nuevo modo de vivir la maternidad, cuando su hijo está ausente. El desierto es una nueva etapa pero no definitiva, estará allí: mil doscientos sesenta días, es decir, tres años y medio según el lenguaje del Apocalipsis.

En este desierto seguirá sintiendo la amenaza del dragón, pero está tranquila porque se le han otorgado dos grande alas como las del águila (Ap 12,14). No es la primera vez que se mencionan las alas en la Escritura (Ex 19,4; Is 40,31) y se presentan como medio para volar, trascender, alejarse de lo inmediato, unirse a Dios y recomenzar. La mujer alada volará y en su vuelo redescubrirá el sentido profundo de su maternidad.

El signo, pues, de la mujer nos habla de la mujer madre y de las etapas de su maternidad: el cielo ante la llegada eminente del hijo y el desierto, cuando se lo arrebatan. No obstante, el desierto no es la etapa definitiva, allí recibe unas alas que le permiten redescubrir el misterio profundo de la maternidad que le confiere para siempre el título de reina del cosmos.

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