Tribuna

La mirada de un historiador del posconcilio

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El Vaticano II ha sido definido como “un antes y un después” en la existencia de los católicos. Muchos de los que vivieron aquellos momentos me han ratificado que las noticias del Concilio las esperaban con auténtica ansiedad y devoraban las publicaciones en las que se informaba acerca de su desarrollo, mientras que otros, más protagonistas, no se percataban de la importancia de los cambios que contemplaban.



Mi trayectoria vital y formativa es muy posterior a todo ello, pero mi vivencia del Concilio es doble: desde mi experiencia de fe y desde mi condición de historiador. Los que nacimos en los 70, en nuestra educación y formación católica, hemos experimentado un proceso más que iniciado, por supuesto en lo litúrgico, en lo catequético, en la pretendida integración de una sociedad sacralizada y confesional anterior en una más plural y aconfesional, dentro de una transición política que encontró en el Concilio un punto esencial de contribución también a la democratización política y social.

En algunos comportamientos, hemos pasado de un extremo a otro, con resultados que deben ser matizados. Algunos tienen por costumbre echar la culpa al Vaticano II de todos los problemas que han venido después. Más bien, es menester una lectura, relectura, estudio y aplicación de lo brotado de la fuente conciliar.

Soy hijo del posconcilio en la necesidad de la formación y responsabilidad del laico; en mi vocación personal, familiar y pública como tal; en mi concepción de la Iglesia. Pero, además, he de confesar que en mi formación de historiador en una universidad pública, en las lecturas y trabajos que he desarrollado –y no ha sido el Vaticano II una línea prioritaria de mi investigación–, me he encontrado con hitos de ayuda para su comprensión.

Lecturas de estudiante

Siendo estudiante, tuve que escribir ampliamente sobre “La Iglesia del siglo XX”, me adentré en los documentos oficiales, conocí a sus protagonistas y las posiciones que se desarrollaron en su discurrir. Desde Valladolid, no era extraño que en mis lecturas estuviesen autores del ámbito de la información conciliar: José Luis Martín Descalzo y José Jiménez Lozano.

Cuando Francisco Umbral, en aquel Norte de Castilla de Miguel Delibes, se percataba del modo en que el primero narraba lo sucedido en la Asamblea, definía el Concilio Vaticano II con palabras muy del momento: “Prometía ser una revolución muy hermosa del cristianismo o una vuelta al auténtico cristianismo”. Era la inspiración de esas crónicas publicadas por su compañero sacerdote: Un periodista en el Concilio.

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