Tribuna

Has curado mis heridas

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Manuel María Bru sacerdote y periodista, presidente de la Fundación Crónica BlancaMANUEL MARÍA BRU ALONSO | Presidente de la Fundación Crónica Blanca

“Perdono, olvido, me levanto. Contigo, Papá Francisco. Porque contigo renacen los sueños y se despiertan los ánimos. ¡Hay tanto que hacer… contigo!…”.

Papá Francisco:

Permíteme que te llame así, es solo un acento. Pero es un acento muy importante. Muchos te vemos así, tan entrañable y comprensivo, y al mismo tiempo, merecedor de un respeto enorme, el que se rinde a alguien a quien te fías a ojos cerrados, porque sabes que siempre te va a indicar el camino correcto. Muchos te vemos así, Padre, o mejor, reitero mi osadía, Papá, Papá Francisco.

Papá Francisco: me gustaría hablar contigo horas y horas, cara a cara y, sobre todo, escucharte. Esto, gracias a Dios, ya lo hago, ya lo podemos hacer todos: estoy deseando que llegue tu palabra, para gustarla y devorarla, porque, desde el primer día, he encontrado en ella un bálsamo de paz, una certeza vital, una sabiduría que llega al corazón.

Papá Francisco: en esta carta solo quiero darte las gracias por mostrarme, con gestos y palabras, qué es en realidad esta hermosa Iglesia que nos abraza, a ti y a mí, a millones de semejantes, que un día fuimos seducidos, como los apóstoles, por la penetrante mirada de Cristo.

Te confieso que cuando leí en esa famosa entrevista que te hicieron los jesuitas, a los que tanto debo mi vocación, que la Iglesia es como un hospital de guerra en medio de tantas batallas de la humanidad y que su misión prioritaria es curar las heridas…, antes de continuar la lectura, emocionado, me dije: “Y no hurgar en ellas”. Al continuar tu frase entendí que esta era la idea, tu idea, tu pasión por la Iglesia.

¿Sabes? Esta expresión que aprendí de Chiara Lubich ha guiado siempre mi vida: “Pasión por la Iglesia”. Ella escribió una preciosa meditación bajo este nombre precisamente cuando, antes del Concilio, algunos guardianes de la ortodoxia la miraron con recelo, por insistir tanto en una expresión “sospechosamente protestante”: la de implorar y buscar la presencia de “Jesús en medio” por Él prometida (Mt 28,20), misterio insondable de la Iglesia.

En esta carta solo quiero darte las gracias
por mostrarme, con gestos y palabras,
qué es en realidad esta hermosa Iglesia que nos abraza,
a ti y a mí, a millones de semejantes,
que un día fuimos seducidos por la penetrante mirada de Cristo.

Luego, en el Concilio, bien lo sabes, esta expresión apareció incontables veces, en todos y cada uno de sus documentos. Pero antes de esto, Chiara se abrazó aún más a la Iglesia, para amarla con pasión, porque su único amor, Jesús, se le presentaba, antes que como el Resucitado en medio de los suyos, como el Crucificado por todos, aparentemente hasta por el Padre, abandonado.

Papá Francisco: permíteme que te cuente algo. A punto de cumplir 50 años de vida y 25 de ministerio sacerdotal, he podido saborear ya tanto la dulce miel de la comunión y de la misión como las hierbas amargas de la traición, la difamación, la frialdad y el abandono, y no solo y no tanto desde fuera, sino sobre todo desde dentro de la Iglesia.

No me lamento, Papá Francisco, por haber sufrido –en esa pastoral de frontera que es la de los medios de comunicación social, a la que, por obediencia, he dedicado muchos años de ministerio– los latigazos de una Iglesia que, a veces, en algunos de sus responsables, se muestra ávida de poder, insensible, engreída y mundana.

No te lo cuento, Papá Francisco, para lamentarme, sino al contrario, para dar gracias a Dios, y para darte gracias a ti, por haber pasado ya, aún sin conocerte, tus dedos por debajo de mis ojos y haber secado mis lágrimas. Al hacerlo me he reconocido en la famosa respuesta de Teresa de Calcuta que recordabas a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro: que en la Iglesia los cambios tenían que empezar “por ti y por mí”. Perdono, olvido, me levanto. Contigo, Papá Francisco. Porque contigo renacen los sueños y se despiertan los ánimos. ¡Hay tanto que hacer… contigo!

Gracias por tu humildad, tu proximidad, tu trasparencia,
tu ímpetu reformador y, sobre todo, tu misericordia.
Has venido como un pobre, pero cargado de riquezas,
heredero de los últimos papas.

Gracias, Papá Francisco, por ser instrumento del Espíritu Santo, que, como decías un día predicando en Santa Marta, “es ese viento que va y viene, y tú no sabes de dónde”. Y que, como ha hecho en tantos momentos de la larga historia de la Iglesia, ha dado un sartenazo en la cocina de su providencia para dar la vuelta a la tortilla en muchas cosas. Para hacer, a través de ti, no solo una reforma organizativa, sino una reforma profunda, la de una Iglesia que siempre ha de estar en estado de reforma.

Gracias, Papá Francisco, por dar un puñetazo en la mesa de una cada vez más frívola opinión pública y decir que lo de Lampedusa es “una vergüenza”, con fuerza y determinación, para que tiemblen las conciencias de los pueblos desarrollados y de sus gobernantes.

Gracias por criticar abiertamente el liberalismo económico, vieja denuncia –aunque olvidada– de la Doctrina Social de la Iglesia, que muchos –y para algunos a quienes se les encargan las cuentas de la Iglesia– creen superada y predican con el ejemplo que es posible adorar a la vez al Dios verdadero y al “dios mercado”, sin problemas.

Gracias, Papá Francisco, por tu humildad, tu proximidad, tu trasparencia, tu ímpetu reformador y, sobre todo, tu misericordia. Has venido como un pobre, pero cargado de riquezas, heredero de los últimos papas: con la humildad de Benedicto, la proximidad de Juan Pablo II, la trasparencia de Juan Pablo I, la reforma de Pablo VI, y la misericordia de Juan XXIII. Se ve que te ha tocado juntar este gran tesoro y ponerlo, con valentía, con nuevo ardor, y nuevo estilo, y nuevo acento, y nuevo lenguaje, al servicio de la Iglesia y de la humanidad.

No te dejes arrebatar este tesoro, Papá Francisco, que se acercan lobos feroces, por la derecha y por la izquierda, para que no los derrames sobre nosotros. Que nadie te arrebate tu don, el de ser, como siempre has sido, como buen ignaciano, hombre de discernimiento, y hombre de determinación, ad maiorem Dei gloriam.

En el nº 2.875 de Vida Nueva.