Tribuna

Qué hará el soldado frente a la madre

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Las mujeres hablan con el cuerpo. No saben ni siquiera que lo hacen. Es el don más grande que nos ha dejado la naturaleza, esa complejidad de vacíos y llenos, salientes y entrantes, tan difícil de aceptar cuando de niña se convierte en mujer, cuando te das cuenta de que tú no tienes esa sencillez física en equilibro que hasta un cierto punto compartes con los hombres, la simple triangulación– cabeza-torso-piernas— que identifica a los hombres. En ese complicado giro de movimientos que se convierte el cuerpo femenino hay sin embargo mucho que gestionar. Seducción/miedo, cansancio/descanso, belleza/fealdad, muerte y, finalmente, vida. El nacimiento, los hijos.
Está todo esto que el cuerpo dice, y lo peor es que lo hace también contra ti, o contigo, o incluso también si no quieres. Porque la de la mujer es una especie de identidad automática, amplia, más grande de quien la habita, en cuanto universal.

¿Será por esto que el cuerpo femenino siempre ha sido considerado un misterio?Algo con una raíz más profunda y más sagrada– porque está unido al renacimiento del mundo generación tras generación.

Sobre este cuerpo de hecho reina soberano la sospecha del hombre– insinuante desde siempre en las raíces de las religiones— de esa ratificación de sumisión que es la costilla al velo con la que cubrir la tentación del diablo. Guerras antiguas y modernas, con una continuidad histórica que indigna, siempre han tenido en las mujeres su centro de venganza y de revancha– secuestros, abusos, contaminaciones de la raza, desacralización final del cuerpo femenino son un ritual y una teoría que trazan una dramática línea unitaria entre pasado y presente.

Con el resultado final de una completa vuelta de lógica: para defender la propia identidad de ciudadanas, es decir la propia dignidad intelectual, las mujeres, a lo largo de los siglos, han tenido que defender sobre todo la libertad del propio cuerpo.

Y es quizá en este cruce entre inteligencia y físico que las mujeres han desarrollado su tercera lengua. La lengua hablada del cuerpo incluso sin que nosotras lo queramos. O nos demos cuenta.Mirad cualquier otra foto de mujer, en cualquier modo que hayan sido tomadas: deprisa, desenfocadas, desde un móvil o desde una cámara. Veréis siempre un movimiento, un apretar los labios, una ojeada, una curva en la mejilla, una manera de estar quieta o sentada; veréis siempre un detalle que cuenta una idea, una palabra, una absoluta individualidad de esa persona.
Mirad las fotos de la madre y de la activista en las páaginas 4 y 5, y veréis, precisamente, estas absolutas individualidades, contadas sin otra palabra que la del cuerpo.

En un primer vistazo no hay ninguna relación entre las dos situaciones, sino el drama de un choque.En una hay una joven mujer, árabe seguramente, identificada así por el largo vestido que cubre todo, desde el velo sobre su cabeza hasta arrastrarse por el suelo que desvela pobres sandalias en ásperos pies desnudos. Detrás de ella dos niños miran aterrorizados a un soldado que, agachado, ha apuntado a la altura de su rostro la boca del cañón de su rifle.

El grupo flota en una tierra sin identidad, se vacío de los lugares de guerra, otra pared gris desconchada, un prado de tierra quemada, el acero de las vallas de los puestos de cemento. Es probablemente Palestina, pero podría ser cualquier lugar en el mundo donde hay un conflicto– hombres armados, gigantescos en sus armaduras, frente a una débil humanidad de débiles miembros de niños, y mujeres sin otra cosa en las manos que las manos de sus hijos con rostros desencajados.
La foto recoge un momento único, donde la agresión ha empezado, pero no se ha precipitado todavía, nada se ha decidido todavía. ¿Qué sucederá ahora entre todos ellos? ¿La mujer rezará, gritará, pedirá piedad? ¿Los niños gritarán, como parece que empieza a hacer el chico, junto a la hermana, o perderán la voz abrumados por el terror, como parece que le está sucediendo a la niña? ¿Y el soldado del que no vemos el rostro, escuchará esas voces, alzará los ojos para ver los de la madre, tratará de decir una palabra para calmar los miedos o gritará más que ellos? ¿O incluso disparará? ¿Estamos mirando, realmente, los últimos segundos de tres vidas indefensas, inocentes? En este punto no se puede hacer otra cosa que apartar los ojos y bajar la foto. Volveremos.
La otra imagen nos lleva sin embargo al centro de una moderna situación urbana. Espacio llenísimo, en el sitio del vacío de ese puesto de cemento de la otra foto. Estamos en medio de una calle, de una zona realmente no pudiente, en la acera se ve una pizzería, una cafetería, una puerta sin pretensiones, y curiosos vestidos con esas ropas de la uniformidad ciudadana, sudaderas, vaqueros, batas de trabajo. En medio de la calle tres hombres, blancos de camisa y de piel, tres copias el uno del otro, con las mismas gafas y el mismo corte de pelo. En este ambiente casi blanco y negro, fundido en el gris de esa que es seguramente una ciudad inglesa, como se reconoce por la camisa del único policía en la escena, se siluetea como una llama una mujer: piel negra, cabeza rapada, chaqueta de piel, de la que parece asomar una camisa rosa que la envuelve desde las muñecas al cuello como una bufanda.
Esta es también la foto de un choque. Los tres tienen las maneras y los vestidos de los supremacistas blancos, y la mujer parece querer pararles con su simple presencia, simplemente bloqueándoles el paso. Exactamente como hace la madre árabe.
Y esta es la unión entre dos situaciones tan diferentes y tan lejanas: dos mujeres enfrentan a su enemigo, defendiendo su vida y su libertad, simplemente desplegando su propio cuerpo. Y sus cuerpos cuenta lo que sienten en este momento.
La madre se usa a sí misma para hacer de pantalla a los niños. Empuja para distraer el hombre con el rifle, para interceptar quizá la mirada; el busto es orgulloso, combativo, pero de la vida para arriba todos sus músculos parecen retroceder. Toda su figura va hacia atrás, se dobla, se hace convexa, dominada, a pesar de la valentía, del miedo.
La joven mujer de color está sin embargo entera hacia delante, el busto estirado, hombros anchos, el puño en lo alto que arrastra en la tensión el rostro hasta el mentón alto. Una especie de lanza humana. Grita. No escuchamos estos sonidos, pero podemos imaginarlos por la boca abierta, por la posición del rostro. Su furia impacta, sin embargo, sobre una escena quieta: la curiosidad despreocupada de los viandantes, la mirada pasiva del policía y la expresión vaciada de los tres hombres. Ninguno de los tres la mira a los ojos.
¿Es vergüenza, incredulidad, molestia, lo que sucede en estos rostros masculinos? No lo sabremos de esta imagen. Como no sabrá qué hará finalmente el soldado, frente a la madre. Pero, quizá, en este punto, no nos interesa ni siquiera saberlo.

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