Tribuna

‘Fratelli Tutti’: fraternidad o fratricidio, esa es la cuestión

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Que un papa hable de fraternidad no es ninguna novedad, los arquitectos hablan de edificios, los mecánicos de motores, los dentistas de endodoncias y los papas de fraternidades, caridades, sacramentos y demás temas afines, ¡de qué si no! En la previsibilidad del tema de la última encíclica de Francisco reside su talón de Aquiles comunicativo: son muchos los creyentes que se han sumado con entusiasmo a la llamada fraterna del pontífice argentino sin haber leído ni una sola línea de ‘Fratelli Tutti’ (en adelante, FT).



Como aquel viejo chiste del niño que se saltaba sistemáticamente el precepto dominical y sorteaba el control paterno repitiendo siempre el mismo estribillo: “El cura ha dicho que seamos buenos”, los embajadores espontáneos de la fraternidad al modo bergogliano no necesitan leer ningún documento para defender lo que ya sabemos todos: que lo más importante es el amor a los demás y que debemos rezar y trabajar por un mundo presidido por la fraternidad… ¡Qué va a decir un papa!, lo de siempre: “Que seamos buenos”.

Frente a estas interpretaciones tópicas, que funcionan como relatos adormidera sin relevancia social alguna, propongo una lectura crítica que saque a la luz el nervio disruptivo de una encíclica que no dudo en calificar como “urgente”. Puede que los debates pastorales tengan tiempo para entretenerse en matices teológicos sobre la naturaleza de la fraternidad, pero en las fronteras geográficas –esos purgatorios sociales donde hoy se juega el futuro de la humanidad–, la existencia o no de fraternidad es una cuestión de vida o muerte.

Para los millones de “huérfanos” que diariamente mueren frente a costas y concertinas esperando la hospitalidad de hermanos que no salen a recibirlos, la construcción de una hermandad universal es una tarea urgente en la que se juega la fraternidad o el fratricidio de nuestro proyecto civilizatorio. La pregunta de Dios a Caín por la suerte de su hermano Abel, no surge de la retórica hueca que habita la laxitud de un tiempo infinito, sino de la memoria de la víctima que busca respuesta urgente ante el fratricidio cometido.

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O fraternidad o fratricidio, no hay más alternativas: “Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino” (FT 67).

Las cuatro urgencias del papa Francisco

Si la agenda papal intraeclesial está condicionada por la necesidad de poner orden en los desmanes perversos de un clericalismo exacerbado, su misión ad extra está presidida por la premura de retejer vínculos esenciales. En el nº 70 de la encíclica Laudato si’, Francisco presentaba el diagnóstico ecosocial que, a mi juicio, determina las urgencias pastorales de su pontificado: “El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro”.

La ruptura de los cuatro vínculos constitutivos del ser humano (con los demás, con uno mismo, con Dios y con el entorno natural) pone en peligro la vida social y la sostenibilidad del planeta. Ante los riesgos evidentes de una dinámica globalizadora de orden neoliberal, que debilita ensamblajes ecosociales vitales, urge retejer el entramado de relaciones que sostienen la vida.

La invitación a un Pacto Educativo Global (septiembre de 2019) explicita magníficamente la obsesión bergogliana por la reconstrucción de vínculos. En apenas dos páginas, se solapan los llamamientos a edificar una “alianza educativa”, “reconstruir el tejido de relaciones por una humanidad más fraterna”, “construir una aldea de la educación”, generar “una red de relaciones humanas y abiertas”, tomar conciencia de que “todo en el mundo está íntimamente conectado”, tener la valentía de formar personas disponibles al servicio de la comunidad que establezcan con los más desfavorecidos “relaciones humanas de cercanía, vínculos de solidaridad”.

Alianza, tejido, aldea, red, interconexión, cuidado, solidaridad… No sé si Francisco se sentirá identificado con el oficio de tejedor, pero no creo equivocarme al afirmar que su labor pontifical como constructor de puentes –ese es su significado etimológico latino (pons/pontis: puente, ifice: constructor)– se rige por el deseo de desencadenar y promover dinámicas sociales capaces de trenzar un tejido ecosocial que se deshilacha por momentos.

La fraternidad originaria

En su formación espiritual como jesuita, el Papa habrá orado muchas veces con la meditación de las “dos banderas” de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. En un momento de esa contemplación se expone una reacción en cadena que, partiendo del deseo de riquezas, se precipita hacia la soberbia pasando por la vanagloria; la codicia se presenta como el origen del resto de vicios que penden de ella como racimos de cerezas.

Para Francisco, el desencadenante del efecto dominó que degenera en pecado ecosocial es la ausencia de fraternidad. Como acabamos de leer en el texto de Laudato si’, el descuido en la relación con el vecino acaba arrastrando tras de sí el resto de vínculos esenciales.

La fraternidad no es un tema más en la lista de tópicos previsibles sobre los que un pontífice puede escribir, para Francisco se trata de una categoría nuclear por las dinámicas vinculantes que genera o –en buscar su ausencia– por las rupturas perversas que refuerza. Como él mismo confiesa: “Las cuestiones relacionadas con la fraternidad y la amistad social han estado siempre entre mis preocupaciones” (FT 5).

El Instrumentum laboris que desarrolla las líneas de fuerza del Pacto Educativo Global sostiene que “la fraternidad es la categoría cultural que funda y guía paradigmáticamente el pontificado de Francisco”, se trata –sigue diciendo el documento– de un “dato antropológico de base, a partir del cual injertar todas las ‘gramáticas’ principales y positivas de la relación: el encuentro, la solidaridad, la misericordia, la generosidad, pero también el diálogo, la confrontación y, más en general, las diversas formas de reciprocidad”.

En la misa que inauguraba su ministerio petrino, Francisco hacía de la custodia de los demás y de la casa común los ejes de su pontificado. Una responsabilidad protectora que extendía a creyentes y no creyentes: “Pero la vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, es preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que, a menudo, se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. “Sed custodios de los dones de Dios”. La FT se inscribe en esta dinámica cuidadora que hoy se presenta con la urgencia vital de aquellos y aquellas que son sistemáticamente descartados de un proyecto de fraternidad universal.

A la hermandad desde la “projimidad”

Continuando con el propósito inicial de desestabilizar las lecturas previsibles de FT, paso a mostrar mi extrañeza ante la elección del pasaje del buen samaritano como texto nuclear de una encíclica sobre la fraternidad. A poco que lo analicemos, los escasos diecisiete versículos de la parábola de aquel hombre apaleado y medio muerto al borde del camino no hablan de hermandad en ningún momento, aunque sí se refieren a la necesidad de hacerse prójimo y comportarse como tal. Hermandad y “projimidad” no son sinónimos y, en cualquier caso, hay otros relatos evangélicos en los que el motivo de la fraternidad aparece con mayor claridad.

La parábola, también lucana, de aquel padre que salía todos los días a esperar el regreso de su hijo pródigo, o las múltiples versiones del padrenuestro, en el que la invocación a un Padre común sirve de fundamento para edificar una comunidad de hermanos y hermanas, aportan argumentos mucho más evidentes que los del buen samaritano para justificar la entraña fraterna que configura nuestro ser personal y social. Afirmando la filiación, la fraternidad sencillamente se deriva de ella.

Paternidad y filiación

El Papa es consciente de las ventajas argumentales de la lógica de la filiación, pero renuncia a la apodíctica creyente como justificación de una fraternidad que quiere ser universal. “Los creyentes –escribe en el nº 272– pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que ‘solo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros’. Porque ‘la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad’”.

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