Tribuna

El trabajo nos convoca

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Otro año más celebramos el día del trabajo con un nuevo nombre impuesto para no mencionar el tema de género. Este día especial es para celebrar a quienes trabajan, porque al trabajo lo hacen personas, no es algo en sí mismo si no es ejecutado por alguien. Se diga como se diga, deja afuera a quienes no lo tienen.



Por esto, y otras situaciones, pensaba que las omisiones son el mayor pecado de este tiempo. Al pasar, pensé en que no hay un día para quienes no tienen trabajo. Claro, el día de quienes no trabajan es cada día que no comen, o pasan frío, o sólo tienen una comida diaria en un desayunador o merendero. Para estas personas, todos los días es el día del sin trabajo

Nos está haciendo falta el día de empezar por casa para parar y escucharnos a nosotros mismos. Sincerarnos hasta que duela. Reflexionar y discernir sin tapujos lo que está pasando dentro mío para poder verme en el afuera. ¿Qué imagen tengo de mí y qué imagen proyecto en los demás? ¿Coincide lo que creo de mí con lo que el otro o la otra piensan de mí? ¿Le pido a los demás lo que no soy capaz de hacer? ¿Saco la viga de mi ojo de vez en cuando? ¿Ando colgando cruces gratuitamente a quienes me parece según mis ideas? ¿Vivo y pienso en que la única cruz que sirve (es servicio) es la que se lleva puesta por Jesús?

Para eso, hay que mirar muy hondo para adentro y lleva un tiempo que es proceso lento y no terapias fugaces o meditaciones a la carta. Es un trabajo duro y descarnado. Sin justificaciones ni victimizaciones. Un trabajo a pico y pala que nos enseñaron varios de los que hoy llamamos santas y santos de nuestra Iglesia y muchas otras personas que, hasta de manera rudimentaria, pensaron cada paso antes de darlo por estar guiados por el amor.

Santidad trabajada

Una buena noticia es que el Papa Francisco nos dijo que podemos ser “santos de la puerta de al lado” de alguien. La mala noticia es que aquellos santos y santas –de los que tenemos estampitas y a quienes les rezamos todas las novenas– tuvieron que pasarla bien feo metidos en su propia interioridad, se dejaron calar bien hondo poniendo a Jesús por delante.

Trabajar dentro de nuestra propia persona es un gran trabajo que nos permite cobrar existencia plena. Podemos recorrer la vida de los santos y sus escritos por nuestra cuenta, investigar sus insomnios y martirios, las épocas que vivieron a merced de las pestes carnales y espirituales. Podemos abrazar a nuestros mártires más cercanos para comprobar que reconocer al otro es tener en cuenta lo que sí me da. Y, concretamente, es que quienes no tienen trabajo, ni techo, ni pan, ni estufas, son otras personas que dan dimensión a mi existencia y hacen que la mía cobre sentido si los miro a los ojos. Un ida y vuelta que no termina nunca y hace red en la sed de necesidades básicas del cuerpo, del alma y del espíritu.

Hoy la pandemia existencial en la que estamos sumergidos –dentro y fuera de las paredes de la Iglesia– fue construida laboriosamente con un interminable “yo” que atropella con los des-gestos y la maldición impresa en palabras al paso que hieren, que anulan, que agreden, que violentan. Está hecha de ladrillos amasados con injurias y juicios anticipados, con la crítica y la queja. Con las ausencias reiteradas, la ignorancia a una pregunta hecha con amor, el ninguneo a quienes pintamos canas, la falta de honra a quienes nos preceden. Con la falta de respeto a quien está del otro lado cuando hablamos de manera altisonante creyendo que nuestras verdades son las que valen y el descrédito al que piensa diferente. Y, fundamentalmente, está construida con la falta de escucha al pueblo, a la comunidad, cuando de la palabrita acuñada se trata: sinodalidad. Como si el sólo decirla ya obrara mágicamente. Nos hacemos valer con palabras para luego mentir/nos con ellas.

Dice Adrianne von Speyr: no se puede hacer “cura de almas”, mientras no se haya puesto en manos de Dios la cura de la propia alma.

Síntomas

El individualismo toma la delantera sin darnos cuenta de que justamente eso es lo que pretenden que hagamos. Quiero ser humilde, pero me pongo por delante. Quiero hacer algo, pero no me dejan. Quiero estar en todos lados y en ninguna parte. Quiero pedir, pero digo que no quiero pedir. Quiero que me sugieras, pero mejor no me digas nada. Quiero que me quieras, pero no quiero responderte. Quiero que estés, pero no puedo estar cuando vos estás. Quiero cambiar y convertirme, pero a solas, sin acompañamiento. Quiero, pero digo que no quiero. Y siguen los peros que matan todo lo anterior. Quiero tener razón antes que amar.

Y ante los dolores y las desgracias del pueblo, todo el pueblo no sólo el creyente, las jerarquías se empoderan –tal como gusta usar ahora este término tan mal traducido y apropiado y repetido– y, al no saber qué hacer en medio del desconcierto en el que el mundo está sumido, terminan inevitablemente agrietadas entre ellas, porque la pérdida de sentido se ha instalado para todos.

El divide y reinarás está vigente y nos están adiestrando desde afueras que ni sospechamos con técnicas manipulatorias que parecen científicas, y hasta espirituales en algunos casos, pero se estudian en cursos de pocos meses. Por decir algo de lo que hacen y cómo se configuran: generan culpabilidad, quitan trascendencia a los conflictos personales, comparan con otras personas, posponen situaciones placenteras, distorsionan la realidad, franquean los límites personales.

Se están apropiando de nuestras mentes aceleradamente a través de diversas maneras de utilización del conocimiento. Nos llevan la delantera porque nos dejamos caer y comenzamos a metamorfosearnos reciclados y remoldeados por bichos canastos que no tienen más que usar la IA para regodearse con nuestras debilidades, imposibilidades y faltas de reflexión. La causa fundamental es la precariedad que sufre hoy la mente humana ante las necesidades vitales de sobre existencia en un planeta desquiciado.

También hay quienes se erigen en capaces de enseñar técnicas para que cambiemos nuestras actitudes, nuestra desolación o tristeza. Hay nuevos filósofos salidos de la nada pero muy bien pagos, que intentan vendernos nuevas maneras de pensar que son cortadas y pegadas de los grandes filósofos y las compramos como si fueran nuevas. Ojo al parche, decían en mi barrio.

Iglesia sinodal misionera

Esta peste existencial está atravesándolo todo. No existe un sálvese quien pueda, o un “buey solo bien se lame”. No se trata de repetir las frases de Francisco de memoria y hasta el hartazgo. No hay encierro que contenga la necesidad de calmar la sed y el hambre de otra existencia posible. No podemos hacer ninguna cosa en soledad, para mirarnos de verdad y sin mentirnos.

Porque desde adentro también acechan los hacedores de la muerte. Desde adentro también nos estamos confundiendo si nos cortamos solos como manera de justificar nuestro pasar por este mundo. No podemos descargar nuestra conciencia desprendida del pueblo, de la comunidad, de la sociedad. No podemos levantar clamores como para hacer ver que algo estamos haciendo con nuestro pobre querer. No podemos, no debemos, ni tendríamos que querer hacer por hacer sin antes descifrar alguito de lo que Dios está pidiendo que escuchemos. Y mal que nos pese y nos cueste y nos duela, este trabajo se hace de manera personal y comunitaria.

Está bueno –y podemos desearlo con todas las fuerzas de nuestro corazón– que tengamos ganas de ver al Papa Francisco pisando suelo argentino, pero me atrevo a creer que lo que él más ansía es que sigamos construyendo fraternidad e igualdad. Porque no hay sinodalidad misionera que aguante si no estamos dispuestos a escuchar los clamores del pueblo que hoy pide pan, paz y trabajo.

Al decir de don Pedro Casaldáliga…

“Me acuerdo muy bien de Él.
A todas horas.
Me acuerdo de Él, buscándolo
en toda cosa, en todos;
sintiéndome buscado por sus ojos
gloriosamente humanos;
sintiéndome seguido, reclamado, juzgado,
por tantos ojos suyos, todavía terrenos…”.

Imagen: Sin pan y sin trabajo, 1893 – 1894 – Ernesto de la Cárcova (Buenos Aires, 1866 – 1927)
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires