Tribuna

El místico Benedicto XVI

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Casi todo el mundo coincide en que el rasgo más común tanto de la personalidad como del pontificado de Benedicto XVI es su inteligencia y, consecuentemente, su intelectualidad y su magisterio. De hecho, todos hubiéramos asegurado que este Papa pasaría a la historia por el legado de su hermosísimo magisterio, y por ser el Papa cuya autoridad intelectual nadie pondría en duda.



En cambio, pasará a la historia como el Papa que renunció al pontificado por una decisión en conciencia por el bien de la Iglesia. Y tal vez sea este hecho el que nos debería obligar a repensar si el rasgo más importante de su personalidad es su capacidad intelectual, o si esta no es sino la expresión exterior de algo mucho más importante.

El rasgo más importante de la personalidad de Joseph Ratzinger, aquel que ha presidido también lo más genuino de sus casi ocho años de pontificado y, por tanto, lo más genuino de Benedicto XVI, es que es un Papa místico. Llegó como un místico, ejerció el pontificado de un místico y lo deja como un místico. Y en el místico se unen dos cualidades: la contemplación cercanísima del misterio de Dios y el hálito que esa experiencia emana al exterior a través de sus gestos y de sus palabras.

Un apasionado de Dios

El místico es un apasionado de Dios: si pensamos en la preocupación del Papa bávaro por que en la liturgia católica la pedagogía no esconda su sentido, su mística y su misterio, es por esta pasión. Si pensamos en el gran legado de su magisterio, en el que si habla de la caridad o de la esperanza (como ocurre en sus tres maravillosas encíclicas), en realidad de lo que nos habla es de Dios, es por esta pasión.

Y si nos fijamos en su mirada, en el modo en que mira a la Iglesia, a la humanidad, a cada persona, y en el modo con el que nos habla de Dios, es también por esta singularísima pasión, la pasión del místico, que no solo muestra de Dios su verdad y su bondad, sino también su belleza inaudita y sublime.

Tal vez sea esta pasión por Dios la que ha hecho del místico Papa un especialista del diálogo con todos, porque la verdadera mística recorre el camino de la pasión por Dios a la pasión por el hombre.

Y tal vez también este sea el Talón de Aquiles de su especial sufrimiento en estos años de pontificado ante el pecado de la Iglesia, no ya solo el del escándalo de los abusos, sino también –y yo me atrevería a decir que más doloroso aún para él–, el escándalo de la desunión, de los enfrentamientos, de las intrigas, entre los discípulos de Cristo. Para el místico, este dolor es especialmente sangrante, porque la distancia entre la contemplación de las cosas de arriba y el fango de las de abajo se hace mucho más abismal.

Aquello de que el cristiano del siglo XXI, o sería místico y mistagogo, o no sería tal, que se le atribuye a uno de los compañeros de fatigas teológicas de Ratzinger en el Concilio, deberíamos ampliarlo, en este momento histórico, a una sentencia de lógica aplastante: los papas del siglo XXI, o son místicos y mistagogos, o no serán testigos de Dios para un mundo más sediento que nunca de Él, pero que ya no está para escuchar más voces vacías.


*Artículo original publicado en marzo de 2013 tras la renuncia de Benedicto XVI.