Tribuna

El aguijón del mal

Compartir

Francesc Torralba, filósofoFRANCESC TORRALBA | Filósofo

Uno de los argumentos más empleados a lo largo de la historia contra la existencia de Dios es la omnipresencia del mal en el mundo. La persistente presencia del mal en sus múltiples formas constituye un interrogante de primer orden.

Creer en Dios significa enfrentarse, en primera persona, al drama del mal en el mundo. Amar es desear el bien, paliar el sufrimiento, curar y cuidar a quien padece, combatir activamente cualquier manifestación del mal y sus consecuencias.

El combate contra el mal, contra el hambre, la guerra, el paro, la crueldad, la humillación, el odio racial, la explotación de seres humanos, la tortura y la injusticia no resuelve la pregunta por su existencia. El creyente no dispone de una argumentación milagrosa para explicarse la persistente presencia del mal en la historia; tampoco dispone de un arsenal de argumentos sólidos para convencer al no creyente del silencio de Dios. Cuando el mal azota con toda su brutalidad, experimenta, como el agnóstico, soledad, desamparo, se siente dejado de la mano de Dios.

Dios crea el mundo, crea un ser a su imagen y semejanza, pero le regala el don de libertad. El ser humano no es un títere de Dios, un ser heterónomo incapaz de tomar decisiones en primera persona. Es un ser libre, capaz de actuar conforme a la ley de Dios, pero también de obrar contra Él y contra sus hermanos. El mal que persiste en la historia, que se manifiesta en las guerras y en todo tipo de barbaries y de genocidios no es imputable a Dios. Es obra del ser humano, consecuencia de sus decisiones, de su ambición, envidia, egocentrismo, rencor y arrogancia.ilustración de Tomás de Zárate para el artículo de Frances Torralba 3024

El creyente se pregunta por el silencio de Dios, por qué Dios no interviene en tales situaciones. Dios crea al ser humano como un ser libre y respeta sus decisiones, le llama a actuar conforme el amor, a darse gratuitamente y a vivir conforme la ley que rige el cosmos, pero el ser humano puede no auscultarle y actuar conforme a sus intereses o pasiones tóxicas. Dios ama de un modo omnipotente, y quien ama, sufre por el otro.

Creer en Dios exige combatir cualquier forma de mal. En esta lucha, los creyentes no estamos solos. Estamos fraternalmente unidos a nuestros hermanos agnósticos, a nuestros hermanos ateos que, desde la ausencia de Dios, también se indignan frente al mal y luchan para hacerle frente. Dios crea al ser humano libre. Podría haberle creado como un esclavo, como un siervo, y el mal no hubiera tenido lugar, pero la grandeza de Dios radica en crear a un ser libre, a un ser capaz de negarlo, de repudiarlo, de vivir de espaldas a su Fuente creadora y a sus hermanos.

La historia es un aprendizaje. Creer en Dios es confiar en el poder del bien, en la capacidad de amar que tiene todo ser humano y en que esta capacidad es más fuerte y más sólida que su capacidad para destruir y corromper. El ser humano, en tanto que imagen y semejanza de Dios, está hecho para amar y es capaz de ello, pero, para ello, debe combatir la fuerza del ego que insistentemente le llama a transgredir, a olvidarse de los otros y a ubicarse en el centro de la naturaleza y de la historia.

Publicado en el número 3.024 de Vida Nueva. Ver sumario