Tribuna

¿Dios es justo y bueno?

Compartir

El final del libro del Génesis nos da algunas claves para entender el perdón. José, hijo de Jacob, es vendido como esclavo por sus hermanos, que le odian. Se convierte en ministro del rey de Egipto y se reencuentra con ellos años después. Comienza un largo camino de reconciliación que termina con la acogida de la familia en Egipto. Jacob muere. Los hermanos piensan que José se vengará. “Y mandaron decir a José: «Antes de morir tu padre nos encargó: “Esto diréis a José: Perdona a tus hermanos su crimen y su pecado y el mal que te hicieron”». José al oírlo se echó a llorar. Entonces vinieron sus hermanos, se postraron ante él y le dijeron: ‘Aquí nos tienes, somos tus siervos». Pero José les respondió: «No temáis, ¿soy yo acaso Dios?». Y los consoló hablándoles al corazón” (Gn 50,16-21).



Lejos de negar su culpabilidad, los hermanos piden su perdón al mismo tiempo que aceptan el castigo. El perdón humano no sustituye a la justicia. José, su víctima, entrega el juicio a Dios al tiempo que hace gestos de paz, signos de un perdón que les concede en vista únicamente de su acto de arrepentimiento, sin esperar la intervención divina.

Justicia y perdón aparecen aquí como dos realidades distintas y vinculadas. El perdón no anula ni la justicia humana ni la divina, sino que se apoya en ellas y, en un movimiento de gracia, las supera.

La ira del Señor

En Dios mismo, ambas realidades están presentes. Pero antes de hablar de perdón, conviene hablar de juicio… y de culpa. En el momento de la Alianza en el Sinaí, Dios y el pueblo de Israel contrajeron compromisos. El contrato se resume en el Decálogo: Éxodo 20,1-17 y Deuteronomio 5:6-21. Dios, bajo su nombre de “Señor”, mostró su amor liberando a su pueblo de la opresión egipcia. Por ello, exige un servicio exclusivo y sienta las bases de unas relaciones humanas fraternas. Pretende ser a la vez exigente y fiel. Exigente, persigue las faltas a lo largo de “tres o cuatro generaciones”, una forma de decir que un culpable pone en peligro a sus parientes. Fiel, quiere ser generoso con “miles de generaciones”. El pueblo acepta este contrato.

¿Cuáles son las faltas? Los profetas dirán que se refieren al rechazo de la autoridad del Señor y al culto de los ídolos, por una parte, y, por otra, a la sed de dinero, de poder, a la explotación de los pobres, a las injusticias sociales: “Como la lengua de fuego devora la paja, y el heno se consume en la llama así se pudrirá su raíz y sus brotes volarán como polvo, porque rechazaron la ley del Señor del universo y despreciaron la palabra del Santo de Israel. Por eso se encendió la ira del Señor contra su pueblo” (Is 5,24-25).

Los escritores bíblicos interpretarán entonces como castigos los dramas de la historia, como el exilio de Babilonia. ¿Es difícil cambiar de comportamiento, salir de la vieja rutina? Entonces Dios -que primero castigó- viene al rescate de su pueblo: “Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,26-28).

A tal compromiso divino solo puede responder un compromiso humano: después del Exilio, las Escrituras nos permitirán así meditar sobre las historias del pasado e interiorizar las exigencias de la Alianza para realizar actos de fe y de amor.

La creación de un corazón nuevo (el corazón es la sede de las decisiones) es una prolongación y una superación del castigo. Es incluso la vanguardia de la justicia en la medida en que la verdadera justicia no se detiene en el castigo justo, sino que establece las condiciones para la rehabilitación, para la reconstrucción. El perdón no está lejos.
Cuarenta es el número más utilizado en la Biblia, es el número de la fe: es el tiempo de la prueba, el tiempo necesario para acercarse a Dios, convertirse y pedir su misericordia. Hace referencia a los 40 años que el pueblo hebreo pasó en el desierto, y también a los 40 días que Jesús pasó en ese mismo desierto.

Un Dios lento para la ira

El perdón es otra forma de superar el castigo. Como ejemplo, releamos el capítulo 14 del libro de los Números. Después de un año en el desierto, el pueblo libre ha llegado a la frontera de la tierra prometida. Pero ante el tamaño de las ciudades y la fuerza de sus habitantes, tuvieron miedo, se lamentaron y pidieron volver a Egipto. En resumen, les faltó la fe, despreciando el proyecto divino de un pueblo modelo fraternal para las naciones.

El Señor, harto y llevado al límite, amenaza con destruirlo. Moisés interviene: “Por tanto, muestra tu gran fuerza, como lo has prometido diciendo: ‘Señor, lento a la ira y rico en piedad, que perdona la culpa y el delito, pero no lo deja impune, que castiga la culpa de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación’. El Señor respondió: ‘Le perdono, como me lo pides’” (Núm 14,17-20).

En el resto del episodio, los lectores nos sorprendemos porque el perdón incluye un castigo: los niños vivirán, no los adultos. En efecto, la culpa de los adultos es demasiado grande: han despreciado a Dios y puesto en peligro no solo el futuro de la humanidad, sino a su propia familia. Por tanto, cargarán con la responsabilidad de sus actos. Pero mientras que, según el Decálogo, los niños deben sufrir las consecuencias, el Señor los exime de la culpa de los padres y promete llevarlos a la tierra prometida.

Por supuesto, la historia, tal como ha llegado hasta nosotros, es ante todo una fuente de reflexión: el perdón divino no borra la responsabilidad humana, la justicia exige que a toda falta corresponda un castigo y, al mismo tiempo, Dios trata de abrir un camino de vida, incluso allí donde, a primera vista, no es posible.

Al releerlo, el episodio nos permite compartir la confrontación de dos palabras de Dios. Por un lado, la palabra de la justicia (definida en el Sinaí): el Señor quiere castigar al pueblo según las reglas acordadas en común. Por otro lado, la palabra de la misericordia (aportada por Moisés): ¿no puede la inocencia de algunos pesar más que la culpabilidad de muchos?

En esta confrontación, lo que está en juego es la comprensión de la salvación de Dios, salvación que exige la responsabilidad humana (aunque solo sea asumiendo la culpa y sus consecuencias) pero que siempre se abre a la re-creación, a la esperanza.

Un Dios que se retracta de su decisión

Dios es justo y misericordioso. Resulta tentador centrarse solo en una de las dos realidades, que es lo que hizo el profeta Jonás en un maravilloso relato que lleva su nombre. El Señor envía a Jonás a Nínive para que pronuncie un oráculo de destrucción a causa de la “maldad” de sus habitantes (Jon 1,2). Al principio, Jonás se niega y huye. Cuando por fin se dirige a la ciudad pecadora, sus palabras provocan múltiples actos de penitencia: “¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!”, dice el rey (Jon 3,9). Y efectivamente, Dios cambia de opinión. Entre el juicio y el castigo, está la conversión del culpable, el reconocimiento de su falta y la decisión de cambiar de vida. “Jonás se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: ?¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir” (Jon 4,1-3).

Jonás, desde el principio, se resiste a ver al Señor como el Dios justo que se da el derecho de revocar su decisión de castigar. Huye para no convertirse en el instrumento de una posible misericordia. Dicho de otro modo, su concepción de Dios se aferra a una determinada idea de la justicia. Vayamos más lejos: ha hecho del Dios vivo un ídolo. El Dios vivo prefiere siempre la vida a la muerte.


*Artículo original publicado en La Croix, ‘partner’ en francés de Vida Nueva